Era un viernes en la tarde en Melbourne. Las improvisadas tribunas estaban atestadas de gente expectante porque en un par de minutos la pista quedaría habilitada para el primer ensayo oficial de la temporada 2001 de la Fórmula Uno. Allí, entre los mejores del mundo, estaba Juan Pablo Montoya, el corredor de 25 años que hacía su debut en la máxima categoría después de ganar la Fórmula 3 y la Indy Car.
Desde mediados de la década del noventa, cuando el bogotano con sus 17 años obtuvo el tercer lugar en la Barber Saab, muchos equipos de la gran carpa se habían fijado en el talentoso muchacho. Frank Williams le ofreció un contrato y lo esperó durante siete años hasta que por fin consideró que estaba listo para competir por el mundial de automovilismo. No era un novato cualquiera; su palmarés lo presionaba a obtener resultados casi que de una manera inmediata.
No se soñaba con el campeonato porque estos eran los años en los que Ross Brown, Jean Todt y Michael Shumacher habían convertido a Ferrari en una máquina imbatible. Pero había auto para aspirar a entrar a los puntos en varias carreras (en esa época puntuaban solo los seis primeros) y soñar, por qué no, con un podio. En el año en que debutó Montoya también lo hicieron Raikkonen y Alonso pero no se esperaba tanto de ellos como del bogotano.
Juan Pablo se subió al Williams, encendió el motor BMW y dio su primera vuelta. Una vez concluyó se comunicó con sus ingenieros y ellos se alarmaron al notar que la respiración del piloto se entrecortaba como si estuviera preso en un ataque de asma. Montoya no tenía ningún problema respiratorio, tan solo estaba cansado, fuera de forma.
Ese fin de semana Montoya ocupó la doceava posición en la pole position y en carrera estaba en la zona de puntos justo cuando el motor dijo basta. El balance fue positivo pero a Patrick Head y Frank Williams, los mandamases del equipo, les preocupaba que su piloto no fuera tan juicioso con su alimentación, el gimnasio y sobre todo que las indicaciones mecánicas que le daba a su equipo, esenciales para mejorar el comportamiento de un auto, no eran lo suficientemente precisas. Esto explicaba por qué el piloto colombiano perdía el duelo con su compañero de escuadra, el alemán Ralph Schumacher, quien casi siempre clasificaba mejor que Juan Pablo.
Aun así aquella temporada de su debut fue de ensueño. Primero ese sobrepaso monumental a Michael en Interlagos, podio en Barcelona, pole en Bélgica y triunfo en Monza. Nada mal para ser un novato. Parecía ser que todo lo que se había dicho sobre Montoya era cierto. Por fin el país tenía un deportista top de verdad, él no era una mentira creada por los medios de comunicación. Juan Pablo era un valiente al volante, no le temía a nada; era soberbio, atrevido, un tipo confiado. Apostamos sin miedo a que el hombre en un par de temporadas iba a ser el próximo campeón del mundo.
Pero algo no estaba bien. Cuentan que a los dueños del equipo les molestaba la presencia constante de su esposa y sus amigos en el paddock los fines de semana en los que había carrera. Al viejo Frank no le gustaba eso de que Montoya escuchara más a Connie Freydell que a su propio jefe.
Tres temporadas espectaculares con Williams ocultaron su malgenio, su desinterés a la hora de ejercitarse físicamente, la injerencia de su familia y sobre todo sus escasos conocimientos en mecánica que hacían que cada auto que tomara literalmente se reventara. A punta de talento consiguió amenazar, en la espectacular temporada del 2003, a la escuadra del Cavallino Rampante.
Es entonces cuando Mclaren contrata para el 2005 al colombiano, su compañero de equipo sería Kimi Raikkonen. Después de un auspicioso debut, en donde estuvo muy cerca del finlandés, aprovechó sus días de descanso para jugar con una moto acuática y en circunstancias que nunca fueron aclaradas (se llegó a decir que había sido jugando al tenis) se lesionó el hombro, lo cual le hizo perderse las siguientes dos carreras y de paso perder cualquier opción de campeonato.
De ahí para allá nada pudo revertir la mala imagen que había dejado entre los dueños de equipo. Se hicieron públicas las pataletas y sobre todo la presión que ejercía sobre él Connie. A ella; eso de que a su marido le exigieran tanto en su trabajo, le venía mal. Además estaba Europa, la sofisticación europea, tan lejos del desparpajo y la lobería gringa. Montoya perdió el brillo, la magia y sobre todo el coraje. Sus últimas actuaciones en la gran carpa del automovilismo fueron patéticas, ya ni siquiera sobrepasaba a alguien y para colmo siempre perdía con su compañero de equipo.
Abruptamente en la mitad de la temporada 2006 abandona el equipo alegando que estaba cansado de no tener un auto competitivo y que lo mejor sería volver a Estados Unidos y correr en la Nascar, en donde lo más importante no era la tecnología que podía tener un auto sino la pericia del conductor. Para sus fans en todas partes del mundo fue un golpe muy difícil de asimilar. Juan Pablo correría ahora entre obesos que parecían más rimuleros que pilotos.
Cuando se le preguntó cuál era la razón de este cambio tan abrupto, Montoya respondió con aquella puerilidad que lo caracterizó siempre: “Todo el mundo habla del glamour de la Fórmula Uno, ¿y qué es glamour? En Japón me tenía que quedar en un cuarto más diminuto que la sala de televisión de mi casa, además, olía a mico, ¿glamour? Eso es mierda, ¿glamour?, ¿las viejas?, ¿dónde estaban las viejas? Yo sólo las veía por TV o en las fotos, cambié Mónaco por Florida y para mí esto es más glamoroso. Tengo mi motohome (su casa rodante, dotada con cuarto de juegos para los niños, tv, etc, etc., para todas las carreras), me muevo en helicóptero y en mi avión. Eso es glamour”.
En la Nascar no hubo ni glamour ni gloria. Nunca se adaptó a esa montonera de autos en donde nadie sabe quién va adelante o atrás. Donde, por sobrepasar a como de lugar al rival, se chocan una y otra vez pero aun así pueden ganar. De todas formas Connie estaba feliz, por fin iba a estar cerca de su esposo y del perpetuo sol de Miami. La vida como la Nascar empezó a ser monótona, Montoya se bajaba aburrido y mareado y lo primero que hacía era buscar entre la gente a Connie, como cuando al final de la pelea Rocky busca desesperado a Adriane. Allí la veía a ella, con todo el glamour de la Florida, esperándolo en los pits entre los mecánicos sucios de aceite, en una mesa llena de hamburguesas y cerveza. No hay duda, la Nascar se convirtió en un buen escampadero.
De vuelta a sus comienzos. Ahora su futuro se centra en la categoría que lo hizo famoso en Colombia y en Estados Unidos, la Indy Car. No obstante, deberá sortear unos problemas fiscales, casi los mismos que pasó su eterno rival en esa categoría, el brasilero Helio Castro Neves. Las noticias dan cuenta que los Montoya Freydell han dejado de declarar cerca de siete millones de dólares. Connie ya habló y aseguró que todo se trata de un mal entendido y que no quiere que se le distraiga a su esposo que está pensando en el auto que Roger Penske, uno de los 80 hombres más ricos de los Estados Unidos, está haciendo para él. Connie y Juan Pablo están muy contentos con el cambio: en la Indy también los dejaran comer hamburguesas.