Cuando a José Rojas lo enterraron cayó la noche en El Llano. Antes de las cinco de la tarde del sábado 10 de mayo de 2014, la luz palideció en los campos bajos del Nudo del Paramillo. La oscuridad se cerró sobre La Balsa, un pueblito de casas de madera y techos de latón, antes de que los gallos cantaran. Los deudos que eran todos los vecinos aceptaron su falta de valor para esperar solos el amanecer y emprendieron el camino hacia Dabeiba en busca de compañía. Eran apenas un puñado de viejos y de niños pobres y abatidos porque el sabio, el mayor, los dejó huérfanos en una tierra donde ni los dioses conocen la piedad.
La Balsa fue muchas veces promesa de vida buena. José Rojas sobrevivió ahí a la violencia que casi aniquiló a los suyos a mediados del siglo XX. Los recuerdos de su infancia estaban llenos de relatos escabrosos y tristes. Cuerpos macheteados, descabezados y eviscerados poblaban las historias que él contaba como si las hubiera visto. José Rojas decía La Balsa, Camparrusia, El Águila y Urama, como si pronunciara una letanía de pueblos diez veces muertos y resucitados. De joven acompañó a sus amigos y parientes a refundar el caserío después de la guerra entre liberales y conservadores. Y aunque sus ojos ciegos jamás vieron los picos de las montañas ni las corrientes de agua, ni los algarrobos en flor ni las orquídeas rosa, describía su tierra seguro de conocerla con la palma de la mano.
Antes de morir, José Rojas sintió un dolor. Dice Ofelia Durango, su consuegra, que el 8 de mayo salió de La Balsa a bordo de un mototaxi que le sirvió de ambulancia. Al despedirse lo vieron apretarse el pecho con la palma de la mano; ese dolor solo cejó cuando el corazón se detuvo a las once de la mañana del 9 de mayo. Pero Ofelia asegura que ese dolor no lo mató. José Rojas estaba muerto desde hacía 18 días, cuando el horror se le hizo innombrable, insufrible. Él —que sobrevivió a las ocupaciones guerrilleras y paramilitares, a los amos de la coca y de las armas, a los abusos del Ejército, al abandono intencionado del Estado—no pudo tenerse en pie cuando los gritos rompieron la rutina del lunes 21 de abril.
Ese día, los cinco nietos que José Rojas cuidaba se levantaron con el alba. Adrián Alexis Durango, el mayor, ordeñó las vacas y acarreó el agua antes de ir a la escuela. Después de la jornada, armado con su machete de hombre de la casa, cortó leña, la aseguró en manos y la encaminó en los hombros de uno de sus primos. Cuando el más pequeño se alejó con su carga, Adrián Alexis le gritó que se iba a matar. Y lo hizo. Cortó la rama de un estacón de guamo florecido para disponer de una horca. De ella amarró un lazo convertido en bozal; pasó el cuello por él y se lo aseguró a su tamaño con un segundo nudo. Se echó a correr para ganar el vacío de la pendiente, se lanzó y se dejó balancear. La abuela y los vecinos encontraron al niño muerto, colgando de un árbol coronado con flores blancas.
Lo que siguió es por ahora un rompecabezas de testimonios fragmentados. El niño envuelto en una sábana rumbo al pueblo. El niño en la mesa de autopsias del hospital de Dabeiba. Ofelia Durango, la abuela paterna, desgarrada al otro lado del teléfono. El niño recibiendo los últimos cuidados en la funeraria La Aurora. Los padres de Adrián Alexis viviendo su dolor a kilómetros de distancia en casas separadas sin nada qué decirse. El padre rumbo a Dabeiba a la medianoche. El niño yaciente en un cofre de madera clara con cristales comprado por su padre. El pobre cortejo de padres y vecinos rumbo a La Balsa por una carretera trazada al borde de un abismo. Los pocos niños de la escuela mirando a Adrián Alexis con su camisa blanca y su pantalón de algodón azul. Y José Rojas en silencio, sin luz, doliente.
El día del funeral del niño, José Rojas comenzó a morirse. En La Balsa dicen que Adrián Alexis se le presentó en sueños y le prometió volver por él. Desde ese momento, el abuelo dejó de interesarse por los bombardeos de los últimos días, por los rumores de que la guerrilla pastaba en su bosque, por las advertencias del regreso de los paramilitares, por sus vecinos acusados penalmente de subversivos y confinados a sus casas como cárceles. Ya no le importó la falta de agua potable, de centro de salud, de niños para el bachillerato. No preguntó por los cientos de vecinos que cerraron sus casas, vendieron su ganadito pringao y dijeron adiós. No se quejó más por la soledad de El Llano donde quedan solo siete familias de las decenas que una vez creyeron resucitar de una guerra antigua. Dejó caer su bandera y se supo derrotado en el intento de convertir su paraíso en una patria para su descendencia.
Entonces, José Rojas se quedó en silencio y se dejó morir…