Tres mil años antes de nuestra era, 3000 años a.n.e, un legendario cazador de faisanes en China, inventó el primer acordeón del cual se tenga noticias en este mundo historial, ancho y ajeno, y lo nombró, con su escritura de jeroglíficos, sheng, hecho de una caja de resonancia, tubos de bambú y unas lengüetas metálicas, para que su sonido, como se lo había impuesto el emperador de aquel reino milenario, Nyu Kwa, fuera exacto al canto del faisán.
Es probable que haya sido el navegante y comerciante veneciano Marco Polo, el primer europeo que tuvo el privilegio de oír en las tierras de Kublai Kan, en su versión primigenia, el instrumento que, junto con otros 69 de colección, guardan con celo y amorosa dedicación Beto Murgas y Ocha, en los estantes abiertos de su casa – museo, en la capital universal de la música de acordeones.
Una memoria viva hecha de fuelles de vistosos colores, escalas, hileras de botones y marcas de diversa procedencia; de ejecutantes prodigiosos del mágico instrumento de vientos y lamentos empautado con diablos buenos y divinidades alegres, que les enseñaban a los jornaleros y corraleros de aquellos pagos, enamoradizos y trashumantes, el arte de digitar melodías sobre un inverosímil teclado que sus ojos asombrados apenas acababan de descubri
Por todos los puntos cardinales de las geografías del alma del Caribe iban unos y otros, cantando y contando el amor, la cotidianidad de sus vidas elementales, de sus faenas de campesinos sin tierra, de jornaleros concertados. De sus amores extraviados en los amaneceres de lo imposible; felices y confiados en sus divinidades y demonios, en la protección de sus conjuros y oraciones contra los males reales y los imaginarios.
De inspiradas historias que se pierden en ese valle mítico, deslumbrante y sonoro de Upar, sembrado sobre los costillares de las serranías del Perijá y la altiva Nevada de Santa Marta; de unos ríos que fluyen musicales como espejos y reflejan, risueños y lascivos, las enormes piedras como huevos prehistóricos que se asientan en sus lechos diáfanos.
Beto Murgas y Cristo García en el Museo del Acordeón. Foto: Betty García
Ahí, en ese valle de los cantares, en la casa de Beto y Ocha, mora a perpetuidad el instrumento de todas las voces y haceres de aquel mundo sui géneris; se preserva viva y dialéctica la historia del acordeón, desde el remoto cheng de los chinos hasta los de última generación, pasando por las variantes originadas en el inventado por Cyril Demian, en el siglo XIX.
Y todo, fundido en el caldo destilado de la historia de una raza aborigen resistiendo con dignidad y valor la depredación de la conquista, el coloniaje y la suplantación; en permanente simbiosis y reafirmación de su identidad transmutada en el torrente de los inventos portentosos de una modernidad galopante, los desafíos incontenibles de la tecnología, y la supremacía avasalladora de un mercado global deshumanizado y glotón.
Fuelles de vistosos colores, escalas, hileras de botones y marcas de diversa procedencia.
Foto: Bety García
En Valledupar, en su casa, sí, en su casa con su mujer y sus hijos, a sus costas y cualquier óbolo de amigos y viajeros de remotos o próximos parajes que, guiados por la rutina de algún espíritu que llevó sobre su pecho trashumante uno de aquellos instrumentos de encantamiento se levanta, por arte de amor y devoción a la música de acordeones, la Casa Beto Murgas – Museo del Acordeón, testimonio de vivo reconocimiento a un instrumento musical que, sin ser nativo, forjó para siempre la identidad del pueblo vallenato y la esparció para siempre por la geografía del alma de nuestro Caribe.
Poeta
@CristoGarciaTap