Los abuelos del Chirajara

Los abuelos del Chirajara

"Voy a vender unas velas, mija, no se olvide que la amo" le dijo Santiago a Fidedigna, sin saber que nunca se volverían a ver. Relato

Por: Hernando José Macías Alvarez
febrero 14, 2023
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Los abuelos del Chirajara
Foto: Pexels

Antes de abrir sus ojos, Fidedigna Pardo ya había sido arrancada de los brazos de Morfeo por el aroma legendario del café matinal hecho por su marido. Sus fosas nasales se abrieron con fuerza, permitiendo el paso hacia sus pulmones ávidos de mañana de ráfagas de aire cargadas de texturas, aromas y recuerdos. Percibía con gran fuerza el dulzón preveniente del café con panela de su marido. Sentía con claridad el olor a parafina y sebo de cerdo producido por las velas de las que dependía su sustento. Casi podía ver, como solía decir, el aroma del guayabo en su esplendor, justo al lado de la entrada de su casa.

Cuando finalmente se aventuró a abrir sus ojos, Fidedigna sintió por un segundo que el techo de su casa había desaparecido y que un cielo profundo y diáfano se desplegaba a su alrededor, invitándola a descansar, a volver a su lecho. Sus pensamientos tocaron tierra de repente, impregnados de súbito por otra ráfaga cargada con el perfume del tinto. Luchó pues por su autonomía durante uno de esos instantes-eternidades que solo pueden ser producto de los años o del amor. Recuperó el aliento y dejó de naufragar en el azul cielo plasmado en los ojos de su amado y con una voz tan melodiosa como el manantial del Chirajara dijo bostezando: "¿ya hizo el tinto, mijo?".

Santiago Garzón habitaba junto con su esposa Fidedigna en las inmediaciones del túnel de Quebrada Blanca. Su aspecto no tenía nada de particular, salvo por sus ojos de unos azul marino, capaces de confundir a las garzas al despuntar el alba. Era un hombre jovial y enamorado, laborioso y tenaz. Su risa era ligera. Sus palabras certeras muchas veces resultaban crudas. Él había sido testigo directo de la transformación de la tierra y de las personas en una región que lo había parido más de ochenta años antes sabiendo que un hijo suyo nunca la abandonaría. Era fiel a la virgen del Chirajara, amante de las arepas de sagú y capaz de robarle una sonrisa a cualquiera que se topara con él en un día lluvioso.

Santiago Garzón amaba a Fidedigna con la fuerza del río Negro en el invierno, con la ternura y delicadeza del rocío de las flores en las montañas de la cordillera, y con la inmensidad de la llanura oceánica que se extendía hasta el infinito en el oriente. Su amor era sublime, como las cumbres inalcanzables a cuyos pies se levantaban Guayabetal y Quetame.

Los sonidos de la montaña inundaron los sentidos de Fidedigna. Percibía con claridad el retumbar de la quebrada, la quietud y dignidad del flormorado y el sietecueros, la fuerza de la roca en su batalla eterna con los elementos, el resonar de las tejas de lata que recubrían su hogar en celestino juego con el viento matinal.  Con esfuerzo, levantó su cuerpo otrora flexible y dúctil, y contempló las cuatro paredes dentro de las cuales se aglutinaban enseres, ropas, memorias e ilusiones. Vio a su esposo, y por un segundo, los primeros rayos de sol le permitieron sobrepasar el velo impuesto por el amor y la cotidianidad. Lo observó tal cual era, de tez clara y contextura indefinible. Meditó sobre su estatura, preguntándose si siempre fue un hombre pequeño; en sus años mozos nunca se había detenido a pensar en la estatura de su amado.

Recordó el día en que sus miradas se cruzaron y supo que no podría ser de otra manera, que había nacido para él. Desde ese primer día se entregó con ansias y devoción, las mismas que hoy, varios años, décadas o siglos después, pregonaba él por ella. La amaba con la convicción y seguridad con la que el colibrí alimenta su cuerpo de la azucena, la amaba con la paciencia del roble que bebe y se nutre de la sangre de la tierra, con la constancia de la montaña orgullosa que nunca claudica en su búsqueda de la caricia celestial.

El primer trago de café le produjo una sensación de clarividencia, y acudieron en tumulto sus recuerdos, experiencias, sensaciones, alegrías y desazones. Con claridad se vio a sí misma viviendo en una pequeña casa con paredes de madera y techos de lata a orillas de una carretera que había cambiado tanto como ella misma durante los últimos treinta años. Se vio compartiendo su vida con Santiago. Se vio temiendo por su vida y la de su amado en los tiempos en los que su cuerpo era tan joven como ella aquella tarde fatídica en la que la naturaleza dio una lección de humildad a la humanidad.

Tomó un segundo sorbo de tinto, mientras todas las imágenes que jugueteaban en su mente se disolvían cual bruma inocua huyendo del calor del amanecer en las montañas. Santiago hacia los preparativos cotidianos para iniciar una jornada que parecía ser la misma desde tiempos inmemoriales. Se había puesto el viejo y roído pantalón azul que parecía ser una extensión de su propio cuerpo. Continuó con su ritual infaltable de usar camisa de cuello alto cerrada hasta el último botón.

Se calzó una botas que con descaro pregonaban al mundo los muchos años de uso y abuso de las que habían sido víctimas. Se deslizó al interior de una chaqueta de color indefinible, matizada con aportes de diversas índoles y procedencias. Finalmente, posó sobre su cabeza una cachucha a medio comer por las polillas, quizás abandonada por alguno de los transeúntes que a diario visitaban el santuario de la virgen, paraje que paulatinamente veía cómo sus devotos disminuían con el mismo ritmo con el que disminuían los accidentes en la vía.

Cruzar el portal de su casa hacia el lozano amanecer siempre inflamaba el alma de Santiago con un fulgor imperceptible para aquellos, que, pese a las alegrías de la vida, son incapaces de fusionar su espíritu con el trino de las aves y el llamado de la cordillera. Sus manos, ásperas, pequeñas y rudas, se veían repentinamente inundadas con torrentes inagotables de emociones perdidas en el tiempo. Habían pasado varios años desde que finalmente sucumbió a la idea de ser tan viejo como su cuerpo y eso lo tranquilizaba. Ya no era necesario probarse nada. Ya no se requería entablar abierta guerra con los estragos de los años arrancados a punta de alegrías, tristezas, risas y llantos.

Su hombro fue rozado por una mano suave y temblorosa, llena de coraje, de aguante, de amor, de hermandad. Giró su cabeza con la absoluta certeza de ver al amor de su vida junto a él, de ser miembro de una logia más antigua que la misma humanidad, de formar parte de algo superior a él mismo, a todos los hombres. Ahí, a su lado, estaba ella, tan frágil, tan imponente, tan dulce, tan soberbia. La vio vieja como él y eso le produjo un escozor que caló hasta lo profundo de sus huesos deteriorados por el trabajo y la humedad. Sintió deseos de besarla, no con la pasión adolescente con la que la besó hace muchas primaveras cuando por primera vez sus labios saborearon la ambrosia del primer amor, ni con el afán de agradecerle el sí pronunciado en el altar cuando sus vidas se fundieron definitivamente en el perihelio de sus días.

Sintió deseos de besarla, porque estaba allí, a su lado, después de todo, pesé a todo. Supo entonces, como lo había sabido siempre, que moriría junto a ella, que moriría por ella y gracias a ella. También, que cada instante de su vida, cada error, cada acierto, cada huida y cada caída lo habían preparado para este preciso momento, este momento sublime, en el que los estragos de la vida desnudaban nuestra alma de las superfluas vanidades, de los celos, del deseo y la pasión, descubriendo una verdad tan absoluta y magnifica que resulta indescifrable para todos, hasta el momento en el que nuestro espíritu se encuentra en el ocaso de su brillo.

Sintió entonces cómo todo su cuerpo se dilataba y extendía hasta el infinito, cómo su ser se elevaba por encima de su casa con paredes de madera y techo de lata. Dejó tras de sí a la carretera, espectadora de sus días felices y amargos. Se alejó de su querida y conocida montaña, traspasando los límites de la cordillera y de las nubes, hasta finalmente fundirse con el universo magnífico y esplendido. En ese instante, Santiago Garzón miró a los ojos a Fidedigna Castro y pronunció las palabras que aun retumban en el lecho del cañón del río Negro desde los días en que los hombres eran jóvenes y las historias no se habían contado: "Voy a vender unas velas, mija, no se olvide que la amo".

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