Pilar Quintana ya había demostrado su potencial con la novela La Perra, con la que quedó de finalista al Book Award de Nueva York. Esta vez la caleña se llevó el Premio Alfaguara con su obra Los Abismos, en la que se pone en los ojos de una niña que descubre la conflictivas relaciones de sus padres y los intrincados lazos de las mujeres del universo familiar que construye. Quintana logró imponerse sobre 2428 manuscritos de distintas partes del mundo. Con esto 175.000 dólares (unos 145.000 euros), una escultura de Martín Chirino y la publicación de su texto en países de habla hispana.
Este es uno de los fragmentos de su obra:
Mi mamá siempre estaba en la casa. Ella no quería ser como mi abuela. Me lo dijo muchas veces. Mi abuela dormía hasta la media mañana y mi mamá se iba al colegio sin verla. Por las tardes jugaba lulo con las amigas y cuando mi mamá volvía del colegio, de cinco días no estaba cuatro. El día que estaba era porque le correspondía atender el juego en la casa. Ocho señoras en la mesa del comedor fumando, riendo, tirando las cartas y comiendo pandebonos. Mi abuela ni miraba a mi mamá.
Una vez, en el club, ella oyó cuando una señora le preguntó a mi abuela por qué no había tenido más hijos.
—Ay, mija —dijo mi abuela—, si hubiera podido evitarlo tampoco habría tenido a esta.
Las dos señoras soltaron la carcajada. Mi mamá acababa de salir de la piscina y chorreaba agua. Sintió, me dijo, que le abrían el pecho para meterle una mano y arrancarle el corazón.
Mi abuelo llegaba del trabajo al final de la tarde. Abrazaba a mi mamá, le hacía cosquillas, le preguntaba por su día. Por demás, ella creció al cuidado de las empleadas que se sucedían en el tiempo, pues a mi abuela no le gustaba ninguna.
En nuestra casa las empleadas tampoco duraban.
Yesenia venía de la selva amazónica. Tenía diecinueve años, el pelo liso hasta la cintura y los rasgos bruscos de las estatuas de piedra de San Agustín. Nos entendimos desde el primer día.
Mi colegio quedaba a unas pocas cuadras de nuestro edificio. Yesenia me llevaba caminando por las mañanas y por las tardes me esperaba a la salida. Por el camino me hablaba de su tierra. Las frutas, los animales, los ríos más anchos que cualquier avenida.
—Ese —decía señalando al río Cali— no es un río sino una quebrada.
Una tarde llegamos directo a su cuarto. Estaba en el primer piso, al lado de la cocina. Un cuartico con baño y un ventanuco. Nos sentamos en la cama, una frente a la otra. Habíamos descubierto que no conocía las canciones ni los juegos de manos. Le estaba enseñando mi favorito, el de las muñecas de París. En cada paso se equivocaba y nos reventábamos de la risa. Mi mamá apareció en la puerta.
—Claudia, hacé el favor de subir.
Estaba serísima.
—¿Qué pasó?
—Que subás, dije.
—Estamos jugando.
—No me hagás repetir.
Miré a Yesenia. Ella, con los ojos, me dijo que obedeciera. Me paré y salí. Mi mamá agarró mi maleta del suelo. Subimos, entramos a mi cuarto y cerró la puerta.
—Nunca más te quiero ver en confianzas con ella.
—¿Con Yesenia?
—Con ninguna empleada.
—¿Por qué?
—Porque es la empleada, niña.
—¿Y eso qué?
—Que uno se encariña con ellas y luego ellas se van.
—Yesenia no tiene a nadie en Cali. Se puede quedar con nosotros para siempre.
–Ay, Claudia, no seás tan ingenua.
A los pocos días Yesenia se fue sin despedirse, mientras yo estaba en el colegio.
Mi mamá me dijo que la habían llamado de Leticia y tuvo que volver con su familia. Yo sospechaba que esa no era toda la verdad. Mi mamá se ranchó en su versión y no hubo forma de que dijera otra cosa.