La habitación olía a sexo y la música que ambientaba el prostíbulo se colaba por entre las rendijas de la puerta que ocho horas antes había sido trancada desde afuera. Wilfredo Quintero Chona aún no entendía qué hacía encerrado, cuando el cabo Néstor Guillermo Gutiérrez Salazar, vestido con el uniforme del Ejército Nacional de Colombia, fue a recogerlo entre las 23:00 horas y la medianoche del 12 de agosto de 2007.
El cabo Gutiérrez llegó junto a otros cuatro soldados, le puso a Quintero Chona un poncho camuflado y lo sacó del burdel ‘Los secretos de ella’, que también funcionaba como centro informal de operaciones de los uniformados en El Carmen, Norte de Santander. Tomaron la carretera que va hacia Guamalito y caminaron durante más de tres horas, hasta que llegaron a un sector conocido como La Piscina. Eran aproximadamente las tres y media de la mañana del 13 de agosto de 2007 cuando los disparos rompieron con el silencio de la madrugada y Quintero Chona cayó tendido en el suelo. El cabo Gutiérrez había cumplido con su misión.
Los soldados, que pertenecían al grupo especial Esparta Dos, adscrito a la Brigada Móvil 15, armaron al cadáver con una pistola 7.65 milímetros, dos proveedores, una granada IM’26 y una bolsa con explosivos: acababan de montar una escena teatral para simular un férreo combate con el Ejército de Liberación Nacional (ELN). Otro más.
Wilfredo Quintero Chona era un campesino de la región, pero el Ejército lo convirtió en una de las 120 personas asesinadas en Norte de Santander entre el 2007 y el 2008 para ser presentadas como bajas en combate. Recién comenzaba el segundo mandato de Álvaro Uribe. Los nombres se extendían en varias páginas que eran intercambiadas por militares y paramilitares —o lo que para aquella época ya había sido apodado por el gobierno como Bacrim—. Quintero Chona era una casilla más en ese mar de víctimas, personas candidatas a ser desaparecidas o disfrazadas como guerrilleras para reportarlas como bajas en combate y que los soldados de la Brigada Móvil 15 creían sería fácil de borrar. Esta era una lista de potenciales falsos positivos que se conoció popularmente entre los habitantes de la región e incluso algunas autoridades civiles como la Lista Negra.
El pasado 6 de julio la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) reportó por primera vez que en la región del Catatumbo fueron asesinadas por lo menos 120 personas entre los años 2007 y 2008 como parte de una “política institucional del Ejército de conteo de cuerpos” y “así aumentar criminalmente las estadísticas oficiales de éxito militar”.
Con base en los testimonios rendidos por parte de siete oficiales del ejército ante la JEP y que Las2orillas conoció, se pudieron establecer 37 nuevos casos y 51 víctimas que no habían sido registradas en las bases de datos de varias organizaciones independientes o apenas existían indicios parciales a partir de las declaraciones previas de los militares ante la justicia ordinaria, que los había investigado pero con escuetos resultados. Incluso, estos casos eran desconocidos para la Fiscalía y la JEP y salieron a la luz en las nuevas declaraciones. Esta cifra se reporta a partir de los registros realizados por la Corporación Colectivo de Abogados Luis Carlos Pérez (CCALCP), el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) y la investigación adelantada por Las 2 Orillas.
Entre noviembre de 2018 y febrero de 2020 siete comandantes militares que estuvieron activos en la región del Catatumbo se han sentado ante los y las magistradas de la JEP para entregar su versión libre. Todos están vinculados en el caso 03 Asesinatos y desapariciones forzadas presentados como bajas en combate por agentes del Estado por su responsabilidad y jerarquía dentro de la Brigada 30 —con sede en Cúcuta—, el Batallón de Infantería Nº 15 Francisco de Paula Santander y la Brigada Móvil 15 —ambas con sede en Ocaña— entre los años 2006 y 2008.
Los siete oficiales son: el general brigadier (r) Paulino Coronado Gámez, excomandante de la Brigada 30; los coroneles (r) Santiago Herrera Fajardo y Rubén Darío Castro Gómez, antiguos comandantes de la Brigada Móvil 15; el teniente coronel (r) Álvaro Diego Tamayo Hoyos, excomandante del Batallón Santander; el teniente coronel (r) Gabriel de Jesús Rincón Amado, exoficial de operaciones de la Brigada Móvil 15; el mayor (r) Juan Carlos Chaparro Chaparro, excomandante del Batallón Santander y el sargento segundo (r) Sandro Mauricio Pérez, quien fue jefe de la sección de inteligencia del Batallón Santander.
Sus testimonios suman más de cincuenta horas, en los que relatan cómo operaban militarmente las tres unidades del ejército. La evidencia es abrumadora, y aunque todos aceptaron que hubo ejecuciones extrajudiciales, ninguno reconoce haber dado la orden de matar a un civil para presentarlo posteriormente como baja dada en combate. Los oficiales se escudan en que fueron sus subalternos o compañeros los que llevaron a cabo los asesinatos. Así se lo señaló el coronel y excomandante de la Brigada Móvil 15, Santiago Castro, a una magistrada de la JEP en su versión rendida el 26 de noviembre de 2018: “Yo nunca dije ‘vayan y maten a esa persona’. Pedí resultados y los resultados se enfocaban en dos elementos: que fueran delincuentes, que fuera gente que estaba afectando a la sociedad, que fueran guerrilleros, que fuera gente que estuviera al margen de la ley directamente”.
Los oficiales presionaron y fueron presionados por sus superiores para que presentaran bajas. La JEP concluyó que con frases como “todo vale”, “a como diera lugar”, “mire a ver qué hace” y “toca dar una baja”, los militares permitieron e instigaron el asesinato indiscriminado de personas a las que consideraban fáciles de desaparecer: hombres jóvenes pertenecientes a la región y dedicados principalmente a la agricultura o trabajos informales; jóvenes traídos de otras regiones e incluso personas con alguna discapacidad y habitantes de calle. Los militares se convirtieron en escuadrones de limpieza social.
El 12 de febrero de 2021 la JEP dio a conocer una escalofriante cifra: entre 2002 y 2008 —durante la presidencia de Álvaro Uribe y la implementación de su política de Seguridad Democrática— se presentaron por lo menos 6.402 casos de asesinatos extrajudiciales por parte de militares y policías, hechos que el país conoció como los Falsos Positivos.
Para el año 2006 en la región del Catatumbo se comenzó a rumorar la existencia de una Lista Negra. Pero lo que comenzó como un rumor terminó convirtiéndose en una sentencia de muerte ineludible. Incluso Rubén Darío Castro, quien para ese año era el segundo al mando de la Brigada Móvil 15, reconoció ante la JEP que la entonces alcaldesa de El Carmen, Amparo Portillo, lo citó a una reunión en el municipio junto a organizaciones internacionales para pedirle al él y a la justicia que hicieran algo al respecto. Castro había sido delegado por el coronel Santiago Herrera, comandante de la brigada, para discutir el baño de sangre que se vivía en la región.
“Allá sí se habló de eso, pero yo no investigué. No lo vi como que fuera de mi competencia”, alegó Castro durante su versión ante el tribunal el 23 de noviembre de 2019. Castro, además, negó su responsabilidad en los tres casos por los que se le increpa directamente y en los cuales su nombre fue mencionado. Incluso, en uno de ellos fue sindicado por la Fiscalía General de la Nación por falsedad en documento por alterar una orden de operaciones que terminó en un asesinato, y en otro fue sindicado directamente por el ajusticiamiento extrajudicial de un joven.
Pero lo que la alcaldesa de El Carmen no sabía es que esa lista habría sido hecha con la colaboración de los militares a los que pedía ayuda. Jesús Gabriel Rincón Amado, entonces oficial de operaciones de la Brigada Móvil 15, fue quien le entregó el arma al cabo Néstor Gutiérrez que después hizo parte del material probatorio en la escena que se falseó en el caso de Wilfredo Quintero Chona, según quedó registrado en la sentencia anticipada a la que se acogió el propio Gutiérrez en 2012. Pesaba más la necesidad de dar bajas y presentar resultados ante los comandantes en Bogotá que frenar el desangre sistemático del Catatumbo.
Una lista que parecía interminable. Regenerativa. Eterna.
La JEP confirmó que los siete oficiales, el general brigadier Paulino Coronado, los coroneles Santiago Herrera y Rubén Darío Castro, los tenientes coroneles Álvaro Diego Tamayo y Gabriel de Jesús Rincón Amado, el mayor Juan Carlos Chaparro y el sargento segundo Sandro Pérez son “máximos responsables en la modalidad de liderazgo por haber dado órdenes sin las cuales las conductas criminales no hubieran tenido lugar de forma sistemática y generalizada” y les imputó los delitos de crimen de guerra, de homicidio en persona protegida y los crímenes de lesa humanidad de asesinato y desaparición forzada. Fueron 120 personas las asesinadas bajo esa modalidad.
El tribunal de paz también responsabilizó y le imputó los mismos cargos al capitán (r) Daladier Rivera Jácome y al sargento segundo (r) Rafael Antonio Urbano Muñoz, oficiales de inteligencia de la Central de Inteligencia de Ocaña (CIOCA); al cabo primero Néstor Guillermo Gutiérrez Salazar, comandante de escuadra en la Brigada Móvil 15 y al civil Alexander Carretero Díaz, quien trabajó como colaborador de las estructuras militares.
Varios de estos militares han estado presos o vinculados a investigaciones, pero por otros asesinatos. Algunos de ellos, como Álvaro Diego Tamayo, son los mismos altos mandos responsables de haber pagado casi un millón de pesos por muchachos pobres de Soacha para ser llevados hasta Norte de Santander, asesinarlos y hacerlos pasar como guerrilleros.
La Brigada Móvil 15 fue creada el 12 de diciembre de 2005, terminando el primer gobierno de Álvaro Uribe y como parte de su política de Seguridad Democrática para “pacificar” la región en los municipios de El Carmen, El Tarra, San Calixto, Hacarí, Convención y Teorama en el departamento de Norte de Santander. En menos de tres años se convirtió en uno de los referentes de brigadas más exitosas del país e incluso Mario Montoya Uribe, entonces comandante general del Ejército Nacional de Colombia, los felicitó en una reunión privada en Tolemaida, según contó el mismo Rubén Darío Castro ante la JEP.
Siendo una brigada tan joven ya estaba entre las diez más efectivas del país, algo así como el top 10 de las brigadas con más bajas. Pero no fueron los únicos.
En 2006 —año en que llegaron los siete oficiales al Catatumbo— el Ejército consolidó una masiva presencia armada en toda la región para enfrentar a las guerrillas de las Farc y el ELN, a los grupos ilegales y narcotraficantes como los Pelusos y a los grupos paramilitares como los Rastrojos. Junto a la Móvil 15 y al Batallón Santander estaban el Batallón Nº 13 García Rovira, el Energético y Vial Nº 10, el Grupo de Caballería Mecanizado Nº 5 Maza, el Batallón Contraguerrillas Nº 46 y el Batallón de ASPC Nº 30 Guasimales.
Todos reportaron bajas. Muertos en combate. En los noticieros de RCN y Caracol se informaban de escaramuzas y pequeños triunfos de la institucionalidad. Hasta que en octubre del 2008 estalló la bomba judicial: los muertos no eran guerrilleros ni hombres armados, sino personas inocentes que terminaron siendo asesinadas sistemáticamente. Al principio se conoció el caso de los 19 jóvenes de Soacha, pero la magnitud de los llamados falsos positivos todavía era desconocida.
Ese mismo año, 2008, Álvaro Uribe, tras intentar sostener su política de Seguridad Democrática ante los medios, se vio obligado a purgar al ejército. En alocución presidencial pidió las bajas, precisamente, de los oficiales Paulino Coronado, Rubén Darío Castro, Álvaro Diego Tamayo, Jesús Gabriel Rincón Amado, además de otros 21 militares. Forzados al retiro, quedaron inmersos en distintos procesos judiciales por el asesinato de civiles, en particular por el caso de los jóvenes de Soacha.
La lista de las 51 víctimas de la zona del Catatumbo es diversa y confusa. Hay obreros, campesinos, muertos de los que nadie recuerda el nombre, guerrilleros sindicados que por decisiones de los comandantes no fueron capturados sino asesinados, desmovilizados de las AUC e incluso dos ciudadanos venezolanos traídos desde el otro lado de la frontera. Hay víctimas tan intangibles como la niebla.
Por ejemplo, el 4 de junio de 2007 Eduviger Botello y Luis Fernando Quintero fueron asesinados por un grupo especial de operaciones del Batallón Santander encabezado por el teniente Luis Francisco Ríos García. Los dos hombres fueron presentados como bajas en combate después de haber sido identificados como supuestos paramilitares. Aunque no es claro cuál de los soldados apretó el gatillo, hoy se sabe que nunca estuvieron en combate sino que fueron detenidos en un retén y luego asesinados. Según versiones ante la JEP, el entonces comandante del batallón, Álvaro Diego Tamayo, siempre estuvo al tanto de la situación, pero no tenía interés alguno en que fueran capturados. Quería bajas. Muertos.
Este hecho es uno de los casos nuevos y hasta ahora desconocidos, que la JEP está investigando y por el que ya le pidió explicaciones a Tamayo, quien lleva diez años siendo procesado por los falsos positivos de Soacha. Sin embargo, el pasado 2 de diciembre de 2019, ante el tribunal de paz, Tamayo negó su participación en los hechos en versión voluntaria, aunque en ese mismo testimonio sí aceptó su responsabilidad en el caso de Elkin Verano y Joaquín Castro, asesinados el 12 de enero de 2008, los dos de Soacha y por los que está siendo procesado.
Aunque la decisión de la JEP le abre el camino a la verdad y a la reparación de las víctimas, el Catatumbo no ha dejado de estar en guerra, guerra que regresa con todos sus muertos casi siempre olvidados y registrados en un listado inagotable. Sin embargo, son estos fallecidos, que hoy pesan sobre los oficiales que abrieron fuego en el Catatumbo, los que ahora pueden reclamar justicia en la JEP.
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