El lunes 11 de agosto del 2013 al llegar al aeropuerto Benito Juárez del DF y ser recibido por centenares de fans que querían al menos tocarlo, verlo, estar a su lado, Juan Luis Londoño se dio cuenta que su sueño de ser famoso había desbordado fronteras.
Allí, en una rueda de prensa improvisada, los fans no sólo se sacaron fotos con el nuevo ídolo del reggetón sino que hasta aprovecharon para acariciarle las nalgas y robarle uno de sus aretes. No era la primera vez que le sucedía esto. Un año atrás, en pleno concierto, una fanática su subió al escenario y de un zarpazo le arrancó una candonga. La horda de histéricas fans amenazaba con devorarlo y si no hubiera sido por la ayuda de un guardaespaldas, El pequeño gigante, apodo que yo creía exclusivo para Nelson Ned, logró montarse a un auto y salir ileso en su primera visita a México.
En el reino del YouTube no necesariamente debes pasar por una prestigiosa academia de música, saber de técnica vocal o tener un don particularmente especial para el canto; con sólo ser lindo, ponerse los pantalones y la gorra al revés y hacer cara de bandido te alcanza. En este momento, a las seis de la mañana de un día brumoso, pongo el tema La temperatura, uno de sus últimos éxitos, creo. Mientras la voz nasal del muchacho se esparce como un gas por la casa, veo a las plantas, esas jueces implacables de la música, contraerse y llorar. Sin embargo lo que hace especial esta canción, ideal para ser escuchada en un colectivo atestado de gente en plena hora pico, no es su letra, ni su melodía, sino las 50. 295.915 visitas que ha tenido desde su publicación el 3 de junio de 2013.
Los últimos cuatro años para Juan Luis han sido vertiginosos. Perteneciente a la generación del internet y los realities, su sueño, como el de la gran mayoría de sus contemporáneos, era ser famoso. Primero lo intentó con el fútbol, duró ocho años en las inferiores del Atlético Nacional pero al darse cuenta que de Cristiano Ronaldo sólo podía tener la gel que usa para peinarse, entonces decidió colgar los guayos. Su familia era muy salsera y allí conoció la música urbana. Un día se sentó frente a una ventana, observó el paisaje y se inspiró. De allí salió su primer éxito, Farandulera, un tema que en la caja de pandora youtubiana alcanzó en su primera semana las 100 mil visitas. El muchacho no tenía talento pero echaba pa’lante.
Su andrógino nombre artístico no es más que una sigla compuesta por las primeras letras de los nombres de su hermana y sus papás. Para que no se le olvidara nunca que ahora se iba a llamar Maluma se mandó a tatuar el improbable seudónimo en cada uno de sus brazos, en las dos piernas y por si quedaba alguna duda de que ahora su nombre se parecía al apodo de una abuelita, se tatuó el Maluma en la espalda.
Y desde que se llama así, nadie lo ha podido detener. Es un fenómeno que, como el chikungunya, azota el Perú, Venezuela, toda la comunidad andina y que llega hasta México. Pronto se hará amigo de James y La curiosidad será el himno del vestuario merengue. El secreto de su éxito, para ser justos, no sólo radica en su calculado desparpajo, en su falsa sencillez y en su brillante sonrisa; el muchacho en sus canciones ha demostrado estar en sintonía con su público, una muchachada frívola cuyos intereses varían entre la adquisición del último Smartphone que salió al mercado y el estreno de un nuevo realitie.
De él se ha dicho de todo pero en el fondo no se sabe nada. Nadie le conoce novia aunque se hace fama de mujeriego. Cuando le preguntan ¿qué espera de una mujer?, él responde con la misoginia habitual del reggetonero “Que no sean intensas, que no sean cansonas (risas). Que tengan clase, que sean sensuales y que sean, como dicen por ahí, mujeres en la calle pero unas ‘tales’ en la cama”.
En sus presentaciones hace gala de toda su hombría, volviendo locas a las chicas con sus explícitos movimientos pélvicos. Por lo general acostumbra a sacar a una linda damita del público y como si fuera cualquier Bono de la Alpujarra empieza a galanearle, a decirle cositas al oído y hasta se ha atrevido a estamparles severo beso en la boca, como para que quede bien claro que él es un macho, un perro, un sinvergueza; en otras palabras, un reggetonero.
Desactualizado y amargado lo único que se del reggetón es que no me gusta. Por eso vine a saber de Maluma, como tantos otros colombianos de mi edad, por una amiga que se la pasa diciendo que “ese paisita está como quiere”. Para muchos fue una sorpresa que fuera elegido como jurado en la Voz Kids. Sus comentarios descachados y actitudes infantiloides como voltearse antes de escuchar la voz del concursante solo porque sonaron los primeros acordes de su éxito, La casualidad, han hecho que hasta Fanny Lu se vea inteligente.
En las redes sociales se trenzan polémicas interminables sobre la pésima influencia que ejercen las calenturientas letras del reggeton en los niños que las escuchan. Hay padres que se han mostrado furiosos con sus pequeños hijos sólo porque estos escogen al autor de Linda pero peligrosa como su tutor. Ellos en el fondo tienen razón: Maluma no puede ser un buen profesor simple y llanamente porque no entiende de música, porque no es un artista, porque no es más que un producto perfectamente elaborado, listo para ser consumido y ser olvidado y tirado al trasto del olvido. De hecho todo indica que no sabe ni tocar unas maracas.
Las fórmulas se gastan, sobre todo si eres joven y bello. Hace 20 años Jerry Rivera y Marcelo Cezán eran los galanes del momento, hoy al primero no lo contratan ni para que amenice las ferias de San Onofre y el segundo es el rutilante presentador de Do Re Millones. Cualquiera con pinta y marketing efectivo puede acceder al éxito momentáneo, pero sin talento y estudio viene el estancamiento y el olvido absoluto. Andy Warhol dijo hace más de 40 años que pronto llegaría el día en el que cualquier bobo tendría 15 minutos de fama. Viendo a Maluma comprendemos que Warhol, aparte de artista, también era profeta.