No sé si alguien recuerda las protestas que se dieron en Londres en agosto de 2011. Entonces uno encontraba en Internet recopilaciones de videos llenos de gente que se tapaba la cabeza con la capucha del saco rompiendo cuanta cosa, saqueando las tiendas, viéndoselas a las patadas con la policía. Londres, Nottingham, Croydon, Leicester, Bristol, Merseyside, el área metropolitana de Manchester, Birmingham… la insubordinación soltaba chispas por todas partes.
El asunto fue tan serio, que distintos contingentes de la policía escocesa tuvieron que desplazarse a la capital para apoyar a las fuerzas locales. Los detenidos llegaron a cifras altísimas y alguien se preguntó si el sistema de justicia tendría capacidad para procesarlos. La policía pasó de los gases a los cañones de agua, a las balas de goma y a la consideración del uso de armas de fuego. Se vieron estallidos de violencia racial. Se reportaron niños muertos. Se calcularon incontables heridos. Destrucción y escombros por todas partes.
Los representantes del partido Laborista comunicaron su intención de ir a visitar los núcleos de la protesta. El alcalde de Londres le pidió al Gobierno reconsiderar los recortes al presupuesto de la policía. La Premier League discutió si podrían sostenerse los partidos de fútbol del fin de semana. Los presentadores de noticias citaron las declaraciones de un alto funcionario del gobierno (Lord Perogrullo): “algo anda mal con la sociedad”. ¿Suena conocido?
Uno veía cosas semejantes en los periódicos digitales europeos y al cuadro le faltaba una piecita: ¿por qué había pasado todo eso? Cualquier explicación hoy nos dejaría insatisfechos, porque alrededor del caos de una protesta ganan siempre las dudas sobre “los infiltrados” y “los intereses oscuros” que se encarnan en el torbellino “irracional” de la masa. Las protestas se hacen inexplicables cuando no pueden sino analizarse como si, al escoger el pillaje, la gente no pensara, como si no tuviera motivaciones políticas, como si no tomara decisiones. Normalmente el asunto se tranza en la posibilidad de que semejante desorden afirme una teoría de la conspiración (bien podría entonces el alcalde de Londres orquestarlo todo en la sombra) o en asumir que los protestantes son tan solo gánsters, matones, o, para decirlo con nuestra palabra favorita, “vándalos”.
No NNobstante y como es natural, en 2011 el Primer Ministro David Cameron se animó a esgrimir un airado discurso: “Esta es Gran Bretaña. Este es un fabuloso país para la gente buena. Los rufianes que vimos la semana pasada no nos representan. Las protestas no se deben a un asunto de raza. Las protestas no ocurrieron por los recortes del gobierno. Las protestas no se deben a la pobreza”. El discurso era bien sofisticado. ¿No era racismo? Y los miles de inmigrantes árabes que viven como ciudadanos de segunda clase en la pobreza de Manchester… los años de colonialismo inglés en India y en el Oriente Medio con los que se erigió un imperio mientras se empobrecieron sus protectorados, a largo plazo, ¿no tendrán nada que ver cuando vemos las migraciones inversas de Asia en Inglaterra con que el asunto estalla en casa? Y ¿no son los recortes del gobierno? Qué hacemos entonces con el temor o el hastío de la gente si siente que cada día la vida se le vuelva más invivible, ¿no pesa? Y ¿no es un asunto de pobreza? Que me muestren a los empresarios y a los niños de los colegios privados protestando. No es absoluto, pero algo tiene que ver la pobreza. Sacarla de taquito es, por decir lo menos, cegatón.
Cameron cerraba con esta perla: “No, esto se debe al comportamiento… a la gente que se muestra indiferente entre el bien y el mal. Gente con un código moral perverso. Gente con total carencia de autocontención”. Y ahí es donde parecería más complejo su análisis. Si la protesta no tiene que ver con que hay algo roto en el equilibrio cotidiano (moral, sí) de los protestantes en su forma de vida, su economía y sus tradiciones, uno no entendería, de hecho, las manifestaciones. La moral es mucho más que la diferencia entre el bien y el mal, así, tan metafísicos. La moral tiene que ver también con la diferencia entre sentir que se vive bien y sentir que se vive mal, y ahí la pobreza, la economía y la discriminación cobran su relevancia detrás del “vandalismo”. Los resultados de las protestas son bestiales, pero atrás no hay tan solo bestias.
Para salvar aquí el honor de la mente británica cabe recordar a otro inglés, mucho menos cándido. El historiador Edward Palmer Thompson, escribió en los años 60 sobre las protestas de los productores de cereales ingleses alrededor de 1750. Su artículo, justamente, se titulaba “La economía moral de la multitud en la Inglaterra del siglo XVIII”. El brillante E. P. Thompson llegaba a dos conclusiones importantes: primero, irse con cuidado a la hora de pensar “la turba” tan sólo como el reflejo del hambre, como una población inconsciente y animal, carente de cualquier elaboración política; y, segundo, caminar despacito a la hora de pensar el modelo con el que ciertos sectores respaldan las teorías de la multitud cuando hay protestas. La sociedad, con sus manifestaciones, no es un asunto en blanco y negro. No es una forma coherente. Hay siempre piezas que no cazan, liebres que saltan sobre la tranquilidad de las estadísticas y, atrás, gente que está tratando de pensar si habría formas menos dispares y pesadas de ganarse la vida, de heredarle a sus hijos un mundo menos agreste. Gente con vidas reales, capaz de tener materia gris en la cabeza. Gente que se contiene todos los días frente al noticiero, frente al bus repleto, frente a los esfuerzos para llenar la nevera y que un día, por algún motivo que es imperioso entender bien, sale a incendiarlo todo. No hay solo vándalos. Recostarnos en esa idea diluye el hecho de que–sobretodo– hay una enorme y larga deuda social. A veces esa obligación en mora habla fuerte y nos recuerda su precio.