*Publicado en el portal de La Universidad Pontificia Bolivariana
Tras la muerte del ex presidente Julio César Turbay Ayala y la exaltación hecha por algunos medios de comunicación y los círculos del poder a este dirigente del Partido Liberal, resulta pertinente hacer una reflexión sobre el porqué de la enorme empatía política entre el ex presidente Turbay y el presidente Álvaro Uribe, que se vino expresando en las identidades sobre la política de seguridad, la conformación del Movimiento Patria Nueva con el fin de patrocinar la reelección y, últimamente, la designación del ex presidente Pastrana como Embajador en los EE.UU., por sugerencia del propio Turbay.
No hay duda de que tales identidades se sustentan en los vicios de la política tradicional colombiana que estableció un sistema de privilegios a partir del recorte de las libertades democráticas, la sistemática violación de Derechos Humanos, el desbarajuste del derecho penal colombiano y el desequilibrio de la división de poderes del régimen político.
Medidas de signo autoritario como el “Estatuto de Seguridad”, puesto en practica durante la administración Turbay, y la política de “Seguridad Democrática” adelantada por el actual gobierno del presidente Uribe, no hacen otra cosa que reafirmar la continuidad y el carácter violento y conservador del régimen político dominante.
El Estatuto de Seguridad
Recién posesionado el presidente Turbay y haciendo uso de las atribuciones del régimen de Estado de Sitio, expidió el Estatuto de Seguridad -Decreto 1923/78-, “por el cual se dictan normas para la protección de la vida, honra y bienes de las personas y se garantiza la seguridad de los asociados”. El Consejo de Estado consideró ajustada a la Carta la mayoría de las disposiciones del Estatuto de Seguridad, que introdujo serias restricciones a los derechos y garantías individuales, creando tipos penales y tipificando arrestos inconmutables por extensos periodos, con el argumento de que si ese era el medio que el gobierno consideraba eficaz para restablecer el orden público, entonces era constitucional.
El Estatuto de Seguridad se trata, en cierta medida, de la recopilación metódica de decretos dictados por diferentes gobiernos, en América Latina y en Colombia, en función del estado de sitio, que pese a su naturaleza temporal, impone penas prolongadas para la sanción de determinados delitos que afectan el orden público, y extiende la jurisdicción militar para el enjuiciamiento de civiles que no se encuentren al servicio de las Fuerzas Armadas. Es la puesta en marcha de manera concreta de la doctrina de la seguridad nacional y la democracia restringida propugnada por el gobierno norteamericano para el mantenimiento de las condiciones estructurales de la dependencia sin tener que recurrir a la instauración de regímenes militares sino a través del estado de sitio permanente, la militarización de la justicia, la censura de los
medios de comunicación, la intervención y ocupación militar de las universidades públicas, la sujeción de la administración de justicia al ejecutivo, etc.
En la parte expositiva del Decreto se invoca, básicamente, que se han venido reiterando y agudizando las causas de perturbación del orden público, que crean un estado de inseguridad general y degeneran en homicidios, secuestros, sedición, motín, asonada o prácticas terroristas. Se tipifican una serie de delitos relativos al orden público, se especifican determinadas restricciones y se establece la jurisdicción penal militar para los civiles por el procedimiento de los Consejos Verbales de Guerra.
Entre las restricciones impuestas, se destacaba la de que los Alcaldes y Gobernadores podrían decretar el toque de queda, prohibir o regular el expendio y consumo de bebidas embriagantes y las manifestaciones, desfiles y reuniones públicas; y la prohibición de transmitirse por las estaciones de radiodifusión y por los canales de televisión informaciones, declaraciones, comunicados o comentarios relativos al orden público, al cese de actividades o paros y huelgas ilegales, o noticias que incitaran al delito o hicieran su apología.
Las instancias para el conocimiento de los delitos y la aplicación de las sanciones respectivas, fueron las siguientes, según el caso: la justicia penal militar a través de los Consejos Verbales de Guerra, los Comandantes de Brigada, Fuerza Naval o Base Aérea; y los Comandantes de Estación de Policía con grado no inferior al de Capitán, quienes conocían a prevención, y en los lugares donde no existieran dichos Comandantes, los Alcaldes o Inspectores de Policía.
Así las cosas, se desencadenó como nunca una oleada de allanamientos, se llenaron las cárceles de presos políticos y las torturas y violaciones de derechos humanos se convirtieron en el pan de cada día. Entre los casos paradigmáticos podemos señalar: El poeta nacional Luis Vidales, con 80 años de edad, fue conducido a las caballerizas de Usaquén, lugar de las torturas y los ajusticiamientos; el escritor Gabriel García Márquez tuvo que salir del país, bajo protección mexicana, cuando se descubrió que estaba en una lista de personas a detener; la detención arbitraria y las torturas causadas a Olga López de Roldán dieron lugar a un fallo de condena a la Nación por el Consejo de Estado; las torturas infligidas por personal militar contra 18 estudiantes universitarios detenidos en Bogotá en 1979, que el Instituto de Medicina Legal documentó en un dictamen pericial concluyente como "lesiones externas visibles de violencia”; y la muerte de Jorge Marcos Zambrano en febrero de 1980, debido a las torturas ocasionadas por personal de inteligencia militar en las instalaciones del batallón Pichincha, en Palmira. Luego de dos consejos verbales de guerra, los uniformados fueron declarados inocentes, a pesar de la declaratoria de contraevidencia de la decisión del jurado de conciencia.
En atención a esta situación, con las reservas democráticas del país, la izquierda y los dirigentes sindicales, intelectuales y parlamentarios, se realizó el primer Foro Nacional por los Derechos Humanos en Marzo de 1979, que dio origen al Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, presidido por el ex canciller Alfredo Vázquez Carrizosa.
Política de Seguridad Democrática
¿Qué va del Estatuto de Seguridad a la Política de Seguridad democrática? Es indudable que el modelo de restricciones de la administración Turbay inspiró la definición de líneas de acción del actual gobierno.
Álvaro Uribe Vélez asumió la Presidencia de Colombia el 7 de agosto de 2002, planteando un programa para la construcción de un Estado autoritario y políticamente excluyente, en el cual el cumplimiento de los compromisos internacionales y nacionales en materia de derechos humanos quedó supeditado a una estrategia de "seguridad democrática", que hasta el momento no es otra cosa distinta que una estrategia de guerra y de represión contra la población civil, dirigida a proteger los intereses de las empresas transnacionales, principalmente norteamericanas, y de los principales grupos económicos del país, el latifundismo y el narcotráfico.
Una vez posesionado, el presidente decretó el estado de conmoción interior, involucrando a la población civil en la confrontación; se crearon los soldados campesinos; se determinó un enorme crecimiento del pie de fuerza de ejército y policía y otras medidas de reingeniería militar, estableciendo redes de informantes mediante recompensas y reparto de botines que alientan la corrupción y la evaporación de los dineros públicos. Al mismo tiempo, se bloqueó el paso de alimentos y el libre tránsito de la población civil en algunas regiones. Varios de los artículos de este decreto de conmoción fueron declarados inexequibles por la corte constitucional.
El gobierno del presidente Uribe ha venido desmantelando la Constitución de 1991, en una ofensiva que está arrasando las libertades públicas y los derechos ciudadanos, acentúa el poder presidencial y elimina los controles judiciales. Las reformas en curso implican un flagrante desconocimiento de lo que debieran ser las bases esenciales de un Estado de Derecho, en tanto desconocen la separación de las ramas del poder público, quebrantan la autonomía de la rama judicial, otorgan mayores facultades a la fuerza pública, restringen la vigencia de los derechos humanos de manera permanente e ignoran convenios internacionales suscritos por Colombia.
El Presidente Uribe se opone a cualquier posibilidad de diálogo y solución política negociada del conflicto con la insurgencia y ni siquiera admite un acuerdo humanitario, como el que propicia la Iglesia Católica y destacadas personalidades del país. Se pretende hacer creer a la ciudadanía que fortaleciendo un etéreo concepto de seguridad los colombianos van a resolver históricos conflictos que, como bien sabemos, tienen unas raíces profundas basadas en desigualdades de origen económico y social y en la exclusión política a que por años han condenado los gobiernos a las mayorías nacionales.
La única puerta abierta al diálogo ha sido para legalizar los grupos paramilitares, responsables del tráfico de cocaína y de las peores masacres y vulneraciones al DIH y a los derechos humanos. Con el agravante de que con la “ley de justicia y paz” se busca, no solo evadir la responsabilidad política y jurídica que le cabe al Estado como generador y promotor de estos escuadrones de la muerte, sino negar el derecho que tienen las victimas a la verdad, justicia y reparación integral por la pérdida de sus seres queridos.
Con medidas como el estatuto antiterrorista, que luego fue declarado inexequible por la Corte Constitucional, se buscaba equiparar el concepto de terrorismo con el desarrollo de causas políticas -se supone las de la oposición-, o la lucha reivindicativa de los trabajadores y los sectores populares, dando un paso más en la judicialización de la protesta social. Tales medidas contradecían convenios internacionales al otorgar funciones judiciales a la fuerza pública, permitir interceptaciones de teléfonos y limitar derechos fundamentales de los colombianos relacionados con el debido proceso, la presunción de inocencia, la distinción entre combatientes y no combatientes y la no discriminación.
Las operaciones militares extendidas en casi todas las regiones del país, fundamentadas en redadas masivas y detenciones arbitrarias, sistemáticas y selectivas, han criminalizado a 6.332 personas, principalmente líderes sociales, sindicándoles de rebelión y terrorismo. La desproporcionada acción
militar y el ilegal ejercicio de la justicia y sus instituciones, han contado en muchos casos con el apoyo de grupos paramilitares. En la mayoría de los casos, el aparato de justicia ha retornado a la libertad a miles de ciudadanos inocentes, por la inexistencia de pruebas reales que los relacionen con los hechos por los que se les sindican.
La Fiscalía y los miembros de la Fuerza Pública han venido dirigiendo los procesos e investigaciones a través de la preparación previa de los informantes, a quienes se les ha invitado, impulsado o presionado a mentir, bajo promesas de beneficios económicos, jurídicos o en muchas ocasiones por amenazas. En la mayoría de los casos, los detenidos han tenido que ser dejados en libertad, luego de meses de estar en prisión.
A pesar de esta realidad, el gobierno viene pregonando en el exterior una supuesta reducción en las violaciones a los derechos humanos, cuando en la práctica subsiste una profunda crisis humanitaria reflejada en la persistencia de casi tres millones de desplazados que no reciben atención del Estado. Existe un promedio de 28.000 muertes violentas anuales, de las cuales unos 6.900 son claramente políticas. Con el Plan Patriota, la población civil del sur del país a sido sometida a todo tipo de atropellos por la Fuerza Pública, al mismo tiempo que las fumigaciones autorizadas por el gobierno vienen causando un grave deterioro a la biodiversidad del país.
Es ampliamente conocido que el Comité Contra la Tortura manifestó en sus recomendaciones sobre Colombia en noviembre de 2003 que en el país se cometen torturas “de manera generalizada y habitual por las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado (…) tanto en operaciones armadas como fuera de ellas”, y que las actuales políticas de seguridad favorecen la práctica de torturas. El Comité expresó también preocupación por las torturas a personas detenidas, y por el hacinamiento en los lugares de reclusión.
El propio presidente Uribe ha venido desautorizando y estigmatizando la actividad de las organizaciones de derechos humanos al asimilarlas con grupos terroristas, como ocurrió en sus declaraciones del 8 y 11 de Septiembre del 2003 y sus giras internacionales, lo cual las pone en la mira de los sectores oscurantistas del país. En la actualidad hay cada vez más territorios vedados para las organizaciones de derechos humanos.
El gobierno viene entregando a las comunidades las responsabilidades del Estado como seguridad, satisfacción de necesidades básicas y justicia, sin dotarlas de recursos para atenderlas. Los derechos económicos, sociales y culturales no son objeto de una adecuada atención estatal. El gobierno viene trabajando para afectar el sistema pensional con nuevos impuestos. El propio gobierno calcula el desempleo en el 19% y el subempleo en el 40%.
Según la CEPAL 24 de los 44 millones de colombianos viven por debajo de la línea de pobreza y 9.5 millones viven en condiciones de indigencia o miseria absoluta. Un informe de la Contraloría General asegura que el 46% de la tierra cultivable está en manos de narcotraficantes y paramilitares. El Informe del Banco Mundial acaba de conceptuar que Colombia no ha logrado disminuir la brecha entre ricos y pobres. Por el contrario, la desigualdad aumentó dramáticamente en los últimos 20 años.
El gobierno ha reafirmado la vigencia de disposiciones que exoneran de responsabilidad penal a las tropas norteamericanas que actúan en el país en desarrollo del Plan Colombia. Ha mantenido la excepcionalidad de Colombia en la aplicación de los compromisos con la Corte Penal Internacional. Las fumigaciones indiscriminadas debido a la lucha antinarcóticos financiada por el Plan Colombia han provocado, entre otros, enfermedades, crisis alimenticias y desplazamientos.
En fin, coincidencias como las de los espacios políticos otorgados a jefes del narcotráfico (Pablo Escobar elegido al Parlamento por el Partido Liberal, por ejemplo), la legalización de dólares por el Banco de la República y otras, comparadas con la legalización del paramilitarismo y otros sectores del narcotráfico que están en curso, hacen reflexionar, no solo sobre la uniformidad de estos dos periodos de la historia reciente del país, sino sobre los riesgos de que se consolide un estado mafioso en Colombia, lo cual confirmaría las previsiones de muchos analistas de que definitivamente el país marcha en contravía de las tendencias que se dan actualmente en América latina.
[1] Boletín Actualidad Colombiana, No. 416. Bogotá, Cinep-Ilsa-Redunipaz, septiembre – octubre 2005. http://www.actualidadcolombiana.org/boletin.shtml?x=692 [2] Secretario Ejecutivo Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos [3] Comisión Segunda. Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos. Segundo Foro por los Derechos Humanos y la Amnistía General. Bogotá. Agosto 16 de 1980.