Tras la reciente detención preventiva que se le impuso a Álvaro Uribe, dos reacciones han salido a flote: por una parte, está el sector que se siente profundamente indignado; son aquellos que piensan que esto es una victoria para las antiguas FARC-EP, que las cortes están sesgadas ideológicamente y que el uribismo sufre una persecución política. Por otra parte, está el sector que piensa que por fin se le aplicó justicia a un hombre que parecía ser intocable. Es una simplificación de la discusión política en Colombia, pero una que no se aleja mucho de la realidad. Cuando se habla de uribismo, casi que no hay espacio para un punto medio donde se analice, pondere y debatan las cosas: o se está a favor en contra. Es un personaje de odios o amores, y por eso me tomo el atrevimiento de dividir tan tajantemente las reacciones de los colombianos frente a este hecho.
Ahora bien, sin importar si se está pegando el grito en el cielo de la indignación, o se esté celebrando la decisión de la Corte Suprema, ambos bandos aducen al mismo motivo para expresar su indignación o su triunfalismo: que nadie debería estar por encima de la ley y que la justicia debe actuar con independencia. En el fondo, ambas posiciones expresan el mismo deseo: que se administre justicia del modo más objetivo e imparcial posible. Es tal vez de los pocos puntos en común, a nivel más abstracto, que está presente en las dos orillas. El problema no es entonces de fondo, sino de forma: ¿qué medios usamos para llegar a ese Estado de derecho donde impere la ley y nadie esté por encima de ella? No pretendo discutir el hecho puntual de la captura de Uribe. Quisiera más bien abrir el debate acerca de las posibles convergencias —y divergencias— sobre las nociones de justicia de ambos sectores, pues, a todas luces, están pidiendo lo mismo: una aplicación objetiva e imparcial de la ley.
1. La legalidad
Se debe partir del hecho que ambas partes tienen algo de razón, y algo de parcialidad respecto a sus juicios. Hay motivos para sentir escozor al ver a exguerrilleros en el Senado sin haber comparecido ante la ley que rige a todos los colombianos por sus delitos, claro que sí. No es deseable que tengamos un sistema jurídico y político selectivo, que actúe preferencialmente de acuerdo con quién esté siendo juzgado o elegido: tal parcialidad de la justicia y la elección política no es democrática en esencia, y va de cierto modo en contra de los valores y principios más fundamentales que actúan como pilares de nuestro Estado de derecho. Aquí es donde fallan, a mi parecer, algunos sectores parados en el bando defensor de los acuerdos: hacen caso omiso a un reclamo válido, y es el de defender un sistema jurídico objetivo e imparcial para todo el mundo; la Justicia Especial que surgió del acuerdo es una excepción a ese principio de justicia objetiva; por definición es un mecanismo excepcional y diferenciado (Jaime Castro hizo un argumento respecto a este punto en su momento).
Ahora bien, ojalá se hubiera podido someter a la guerrilla y hacer comparecer a sus comandantes bajo la justicia que rige a todo colombiano del común; ojalá la institucionalidad hubiera llegado a las zonas más apartadas del país y, mediante oportunidades educativas y laborales, se hubiesen menguado las filas de la subversión lidiando con el combustible primario del conflicto, que es la pobreza y abandono, pero no fue posible: no se pudo acabar con las FARC en 60 años de guerra. Entendimos por fin que a punta de acciones militares no se solucionan las raíces profundas del conflicto, pues es como cortarle la cabeza a una serpiente de mil cabezas. Fue así como el establecimiento político y la sociedad civil debió negociar con la guerrilla, reconociendo que, en vez de buscar culpables en un conflicto donde múltiples actores cargan con responsabilidad, debíamos avanzar como sociedad hacia la reconciliación y trazar una hoja de ruta para atacar las causas estructurales de la violencia. La negociación era la salida y fue un paso correcto.
2. La paz
Cierto es que hay muchos motivos para celebrar la disminución abrupta que se observó en indicadores de violencia y homicidios en el país tras la firma del Acuerdo -victoria que se ha visto amenazada en tiempos recientes, sin duda alguna, por el auge de violencia en algunas regiones del país-. Además, pensar en una justicia reparativa en vez de punitiva para terminar un conflicto con tantos actores involucrados y una frontera entre víctimas y victimarios tan difusa, era lo apropiado. Se trata de un conflicto que ha dejado más de 218.019 muertos, 27,023 secuestrados, 25,007 desaparecidos, 5,712,506 desplazados y 1982 masacres, según el informe del Centro Nacional de Memoria Histórica ¡Basta Ya! La línea entre perpetuadores y víctimas era muy difusa, y achacarle todas estas macabras cifras solo a un bando es ingenuo, por no decir absurdo. Hay entonces razones de sobra para alegrarnos por la terminación del conflicto armado y para ceder en algunos puntos transitoriamente —como el acuerdo político y jurídico que resultó tras la negociación—.
Sin embargo, tal reconocimiento no excusa bajo ninguna circunstancia los bárbaros crímenes que cometió la exguerrilla, y es normal sentir indignación al ver cómo no han comparecido aún ante la justicia e incluso cómo han negado crímenes como el reclutamiento de menores con cinismo. El debate público podría enriquecerse mucho, a mi juicio, si se reconociera que es una indignación justificada, pero que debimos tragarnos “sapos” en aras de terminar un conflicto armado tan largo y encaminarnos hacia un lugar mejor como sociedad.
3. Puntos comunes
Todos vamos hacia la misma meta, pero no debemos apresurarnos. Una convergencia entre ambos sectores se podría lograr si creemos en la reforma gradual y la capacidad autocrítica de mejora progresiva que provee la deliberación democrática —lo que Karl Popper llamó peacemeal engineering, o ingeniería social gradual— en lugar de caer en la tentación de creer en las soluciones inmediatistas, absolutas, utópicas y totalizantes que le gustan tanto a nuestros caudillos mesiánicos —el holistic approach, o enfoque holístico, también postulado por Popper—.
Lo cierto es que siempre habrá problemas, desacuerdos, dilemas en el juego democrático. Eso no significa que sea per se un juego de suma cero: tener que ceder y tener la capacidad de dialogar con el otro no es una derrota: es, más bien, una muestra de civismo, respeto y tolerancia. Lo importante es ponernos de acuerdo como sociedad sobre a qué le daremos prioridad en el momento. Ayer consideramos que la terminación de un conflicto armado largo y cruento era lo más importante, por encima de otras consideraciones. Hoy, le debemos dar prioridad a la protección de la división de las ramas del poder, por encima de otra cosa. El día de mañana seguiremos discutiendo y ponderando opciones, pues nunca llegaremos a ser una sociedad perfecta, pero el punto es ese: confiar en la reforma y en la democracia; no dar por sentado la virtud que esta última ofrece de deliberar, discutir y tomar decisiones consensuadas escuchando los argumentos de la orilla opuesta con toda la seriedad que lo amerita. Creamos en la democracia, en los acuerdos, en la institucionalidad, y huyámosle a las visiones simplistas del mundo que prometen llevarnos hacia utopías o verdades absolutas.