El lunes 28 de abril inició el segundo paro agrario nacional. Nervios y expectativa rodearon los días previos, especialmente entre los habitantes de municipios como Villa de Leyva, que se vieron seriamente afectados por el paro anterior, que duró 18 días y afectó a 25 departamentos.
Los medios nos bombardean con breves notas sobre el paro, pero en realidad no nos informan sobre las causas, o sobre el contenido de las negociaciones, y mucho menos tienen tiempo para contarnos quiénes son los campesinos que quieren volver a marchar. Como ya es costumbre, sólo transmiten parte de la información, que luego se convierte en verdad y se propaga de boca en boca y en las redes sociales; todos opinamos y comentamos sin tener muchas bases para hacerlo.
Es importante saber, por ejemplo, que el movimiento se organiza en diferentes sectores, y que está compuesto por campesinos de diversa índole: pequeños propietarios colonos, usufructuarios sin propiedad formalizada, campesinos sin tierra, pequeños productores y agricultores consolidados. Aunque coinciden en algunas reivindicaciones, cada sector tiene su propia agenda y se aglutina en diferentes organizaciones: MIA (Mesa Nacional Agropecuaria de Interlocución y Acuerdo), CNA (Coordinador Nacional Agrario) y Dignidad Agraria. Uno de los grandes logros del paro del año pasado, fue que por un breve lapso, estos sectores heterogéneos pudieron unirse con un objetivo común, y además generar la solidaridad de otros sectores, en lo que se constituyó la Cumbre Agraria Nacional.
Por su parte, el Gobierno convocó el Pacto Agrario, conformado por grandes empresarios rurales y propietarios rentistas, con el fin de generar sinergias entre éstos y las políticas gubernamentales. Claramente, los intereses de estos sectores (acumulación de la tierra, grandes extensiones de megacultivos, contratación de trabajadores rurales por medio del jornal) son diametralmente opuestos a los de los campesinos, lo que explica la indignación de algunos voceros ante la declaración de que los miembros del Pacto Agrario eran “campesinos”.
Lo que diferencia a este paro del anterior, y lo hace más complejo, es que sucede apenas un mes antes de las elecciones presidenciales, y en una álgida discusión de campaña sobre el proceso de paz. En este contexto, todos usan el paro como caballito de batalla, bien para posicionarse, bien para atacar al adversario, y en esta lucha siguen quedando los campesinos en el medio. Pero aunque los oportunistas le saquen provecho al paro, y de paso le hagan perder credibilidad, lo cierto es que las peticiones siguen siendo igual de válidas que hace ocho meses, y la crisis del campo se recrudece.
La estrategia del Gobierno ha sido, por una parte, minimizar la gravedad de la crisis, y por otra, deslegitimar la protesta, bien sea con sugerencias veladas hechas a través del Fiscal General sobre infiltraciones por parte de la guerrilla, o bien desacreditando a los voceros populares mediante el posicionamiento en los medios de los representantes del Pacto Agrario. En lugar de centrarse en resolver los serios problemas que atraviesa el campo, el Gobierno ha elegido enfocarse en el manejo mediático, creando falsas cuentas de twitter de supuestos seguidores de Santos.
Durante el paro pasado, el Gobierno presionó su levantamiento mediante la fuerza, por un lado, y la firma de acuerdos, por el otro; sin embargo, la mayor parte de esas promesas no se ha cumplido, y lo que sí se ha otorgado han sido beneficios directos a determinados sectores, lo cual ayuda a desactivar la protesta pero no resuelve el problema de fondo, solo lo pospone.
Lamentablemente, no se observa voluntad política para atacar de manera seria los problemas estructurales que afectan al campo: la informalidad en la tenencia de la tierra que les impide acceder a crédito y los desmotiva a invertir en sus parcelas; la falta de inversión en innovación; el uso inapropiado de los suelos; la concentración de la propiedad; el sobre costo de los fertilizantes e insumos, y el atraso en la infraestructura vial y de puertos, entre otros.
La ausencia de una política agraria expone a un débil sector agrícola a fuerzas para las cuales no está preparado: los TLC, el contrabando de alimentos, la nueva oleada de acaparamiento de tierras por parte de empresarios agroindustriales, y la locomotora minera.
Un campo ya debilitado, no tiene como defenderse de una avalancha de productos importados subsidiados hasta en un 70%; sencillamente no hay quien compita con eso. En el mismo sentido, las medidas gubernamentales de los últimos 12 años han estado orientadas a apoyar al empresario propietario de grandes extensiones y megacultivos, en detrimento del pequeño campesino, que al no poder competir, se ve obligado a vender su tierra y desplazarse a la ciudad, o a emplearse como jornalero.
Hoy, a 10 días del paro, no se siente el impacto; de nuevo, Gobierno y campesinos se han sentado a negociar, y de nuevo, la discusión se ha centrado en temas coyunturales, como la condonación de deudas, la aplicación de salvaguardas o la reducción en el precio de los insumos. Posiblemente el Gobierno se comprometa de nuevo, y puede que esta vez cumpla, o no. Pero aunque lo haga, el campo seguirá en crisis: se condonarán las deudas, pero se adquirirán otras nuevas y el ciclo volverá a comenzar; se aplicarán las salvaguardas, pero éstas son temporales y eventualmente se levantarán; se otorgarán subsidios directos, pero la cosecha se perderá porque no hay cómo transportarla. Los verdaderos temas de fondo, como los TLC, el impacto de la minería en páramos y recursos hídricos, y la no aplicación de la resolución 970 sobre semillas, van quedando relegados al final de la lista.
Este paro deja un sabor agridulce. La formidable ola que sacudió al país hace ocho meses, se ha convertido en un murmullo ambiguo e indeciso. Los campesinos tuvieron en sus manos el poder de transformar el país, y ante la presión, cedieron. En ese entonces lograron el apoyo masivo de los colombianos; hoy, el discurso deslegitimador ha hecho mella en amplios sectores, y el ambiente reeleccionista lanza una sombra de sospecha sobre cualquier cosa que se haga con un tinte ligeramente político.
Ante esto, es decisivo que como sociedad, no permitamos que se estigmatice la protesta social. En su afán por no perder popularidad ad portas de las elecciones, el presidente Santos ha hecho una campaña sucia que le hace mucho daño al país. Es peligroso que comencemos a equiparar a cualquier persona que disienta o ejerza su derecho a opinar y expresarse, de manera pacífica, con un terrorista o alguien al margen de la ley.
No sigamos en Villa de Leyva este mal ejemplo. La semana pasada, la Policía se dedicó a visitar en sus casas a personas que habían manifestado en diferentes espacios su apoyo al paro y su interés en participar en un cacerolazo; la visita fue intimidante, y a todas luces excesiva, ya que estas personas no habían cometido ningún acto fuera de la ley. El resultado de la visita fue que estas personas efectivamente se sintieron intimidadas y al final el cacerolazo no se realizó. Este es un antecedente muy peligroso en un municipio que se precia de su diversidad social, cultural e ideológica. El mensaje es que el disenso y la protesta, así sean pacíficos y en el marco de la ley, no son bienvenidos.
Quiero hacer un llamado a que no perdamos la solidaridad. Ahora más que nunca, es necesario que apoyemos a nuestros campesinos. Porque lo que está en juego ni es un subsidio o un insumo. Lo que nuestros campesinos valientemente defienden es un modelo de país que agoniza: de manera sistemática y progresiva, se ha venido transformando la vocación agrícola del país, hacia un modelo meramente extractivo de recursos naturales no renovables, y de megacultivos de palma o caña de azúcar para la elaboración de biocombustibles. En este modelo, perderemos la soberanía alimentaria: importaremos la mayoría de nuestra comida, y nuestros suelos serán destinados a la extracción de oro, carbón, caolín, uranio y coltán. En este esquema productivo, los campesinos nunca ganarán más de un jornal y nunca podrán ser dueños de la tierra.
Comprendo la molestia de las personas que se ven afectadas con un bloqueo de carreteras, yo he sido una de ellas. Pero también intento ponerme en el lugar de un campesino que lleva ocho meses esperando que le cumplan, y el Gobierno le sigue mamando gallo. Yo en su lugar, seguro también marcharía, y bloquearía carreteras, porque es el único recurso que queda.