Sobre la escena pública está puesta hoy una discusión que ha obligado a todos y todas a mirar desde un ángulo diferente el tema de la seguridad ciudadana. De la mano de los nunca bajos casos de homicidios e inseguridad en Cali, que recientemente llevó a priorizar 17 barrios para intervención institucional y policial, aparecen las numerosas acusaciones y una renovada desconfianza en la policía. La militarización de los conflictos urbanos y la convivencia ciudadana solo han llevado a complejizar mucho más la problemática social de inseguridad y violencia. Sin soluciones integrales no será posible revertir de manera significativa el peso de los homicidios y otros delitos sobre la vida cotidiana de quienes vivimos en Cali: mayores fuentes de empleo para la ciudad en general y los jóvenes en particular, el retroceso de la segregación socioespacial y racial, la presencia del Estado en los territorios sostenida en el tiempo con programas de impacto social y una reforma a las instituciones como la policía.
Los jóvenes, en masculino, son las mayores víctimas de los conflictos urbanos. Jóvenes de sectores populares, de las zonas periféricas de la ciudad, habitantes de barrios de estratos bajos, muchos de reubicación en casas de interés social porque sus familias o ellos mismos han sido víctimas del conflicto armado o en planes de renovación urbana. Esto se demuestra en el atlas de la violencia que elaboró el Observatorio de Seguridad de Cali en el 2010, donde se estableció relaciones de dependencia significativas entre variables relacionadas con vulnerabilidad social (desempleo, hacinamiento, desescolarización, jefatura femenina del hogar) y la presencia de la violencia homicida (Observatorio de Seguridad de Cali, 2010).
Estos jóvenes invisibilizados por el Estado son sobre quienes recae la persecución policial, que en época de pandemia se hizo más evidente. Como lo anota Boris Salazar, mientras la alcaldía desmontó los programas sociales orientados hacia los jóvenes de la ladera y el oriente, orientó a la policía que se concentrará en cerrar espacios públicos, perseguir rumbas clandestinas y en general, vigilar y controlar las zonas que ante la opinión pública se pusieron como los focos de propagación de la Covid-19. Pero no es el mismo tratamiento que se dio a los asesinos pagados; evidencia de ello es que la cifra de homicidios de personas mayores de 40 años por ajuste de cuentas y caídos a mano de sicarios pagos no cayó significativamente durante el aislamiento social (Salazar, 2020).
Aunque es verdad que en los últimos años se ha presentado una progresiva disminución de los homicidios en Cali, no es menos cierto que dichos homicidios se han reducido también en todo el país y que sigue siendo Cali la ciudad que arroja los mayores indicadores (Caicedo, 2020). Cali sigue apareciendo en los rankings internacionales de las ciudades más violentas, siendo la primera de Colombia que aparece en ellos [1].
El descenso significativo de homicidios en Cali está muy relacionado con el aislamiento social. Como lo menciona Caicedo (2020), el aislamiento afectó las dinámicas de las economías ilegales, desde el consumo de drogas en el escenario internacional por el cierre preventivo de establecimientos nocturnos, hasta el tránsito de drogas y armas en Cali. Sin embargo, con la paulatina flexibilización de las restricciones, también incrementaron los homicidios en la ciudad, llegando incluso a superar en junio y julio los registrados el año pasado [2].
Las instituciones responsables de la seguridad y la justicia en el país carecen de confianza entre la población en general para garantizar sus tareas. Aunque es difícil determinar la incidencia de situaciones relacionadas con el abuso de la fuerza pública, pues no existe un indicador para ello, organismos internacionales como la CIDH y Human Rights Watch han realizado constantes llamados al país ante las malas prácticas que desde las instituciones se da a estos casos. Las detenciones e investigaciones de los policías están en mayor medida relacionados con casos de corrupción y su conexión con bandas criminales [3]. Esto, sumado a la estigmatización de los jóvenes, a los desplantes a las víctimas y al esfuerzo por ocultar la gravedad de los hechos que ponen un manto de duda sobre las fuerzas policiales y militares, todas acciones promovidas recientemente por el presidente Iván Duque y su gobierno, complejiza mucho más la posibilidad de resolver de manera definitiva esta situación.
Los homicidios han recuperado su tendencia en la ciudad luego del aislamiento social. En el mes de agosto se contabilizó entre ellos la masacre perpetrada a cinco menores de edad del barrio Llano Verde. En esta masacre además se conjugan los elementos que han caracterizado los homicidios a los jóvenes de sectores populares de la ciudad. Como lo anota Boris Salazar (2020): “La conjetura, convertida en certeza en las mentes de los que tienen el poder para matar o son pagados para matar, es que detrás de la oleada de atracos callejeros han estado menores como los que fueron masacrados en Llano Verde”, señalamientos similares a los que han estado detrás de todas las oleadas de violencia de la ciudad. “Detrás de los dos picos hubo una voluntad organizada de exterminio a la que contribuyeron el crimen organizado y miembros de la Policía, en ocasiones financiados y requeridos por vecinos y ciudadanos” (ídem). En este caso de los jóvenes de Llano Verde, se han detenido a dos de los asesinos, quienes han dado versiones contradictorias (Escobar, 2020). Aunque familiares de las víctimas hablan de actuaciones por lo menos extrañas alrededor del hecho, que involucran a miembros de la policía, la investigación a más de un mes de iniciada no da resultados de autores intelectuales ni explicaciones de la actuación de la fuerza pública.
Mal ha hecho la alcaldía de Jorge Iván Ospina en desmontar los programas sociales orientados a jóvenes de los sectores populares pues, si bien estos son insuficientes por sí mismos, son importantes para mostrar la presencia estatal y contribuir a romper los círculos de la violencia. Para mejorar los indicadores de seguridad de la ciudad se deben implementar estrategias integrales que apunten a potencializar las capacidades de los jóvenes, a revertir la estigmatización que pesa sobre ellos (y que se ha convertido en el detonante de numerosos casos de homicidio) y a generar empleos dignos a ellos y a sus familias que los desmotive a caer como “carne de cañón” de grupos nacionales e internacionales de las economías ilegales. También es necesaria una reestructuración de la institución policial, que entre otras lleve a recuperar la confianza ciudadana y que finalmente se concentre en contribuir a la construcción de convivencia y paz. Sobre este último aspecto compartimos la afirmación de Claudia López al afirmar que “hay que desmilitarizar a la policía”.
[1] La segunda es Palmira, que es posible que se relacione con las mismas dinámicas de violencia en Cali.
[2] Sobre los hechos de violencia en el marco de la cuarentena hay otros datos interesantes que vale la pena profundizar, como el incremento de hasta el 50% de homicidios a mujeres, casi todos catalogados como feminicidios, y el comportamiento del homicidio por comunas, especialmente en la zona rural. Sin embargo este tema no se abordará en este escrito.
[3] Ver notas de prensa como: Van 80 policías detenidos este año por corrupción y 2.488 policías investigados en el país ¿qué delitos cometen?.
Bibliografía
Caicedo, M. I. (2020). La violencia y la pandemia. Cuando el mundo paró.
Escobar, P. (9 de septiembre de 2020). Masacre en Llano Verde: radiografía de un asesino. Vorágine, periodismo contracorriente.
Observatorio de Seguridad de Cali. (2010). Atlas Social de Violencia Homicida en Cali. Cali: Alcaldía de Santiago de Cali.
Salazar, B. (17 de Agosto de 2020). Masacre en los cañaverales de Cali. Razón Pública.