En las ciudades colombianas el espacio público no es público, es privado. En cada esquina, no importa que sea de una metrópoli o de un pueblo, se acomoda quien quiera y vende lo que le plazca. Igual sucede con los semáforos y zonas verdes. He visto todo tipo de objetos, desde toallas de baño, balones, cometas, sombrillas o escobas.
En las carreteras pasa algo semejante. Si uno viaja en bus, en cada parada aparece un o una vendedora para ofrecer agua, dulces, pan o frutas. En los peajes mientras se hace cola para el pago aparecen vendedores de guamas, naranjas, chontaduros. Mientras cambia un semáforo una nube de personas ofrece limpiar el vidrio, cigarrillos o (ahora) billetes venezolanos.
Nuestra cultura está acostumbrada a la legión de comerciantes informales que recorren calles en el rebusque acompañada de todo tipo de saltimbanquis que cada vez son más recursivos para llamar la atención. Algunos saltan la cuerda floja, otros se disfrazan de estatuas, pero todos están decididos a vivir del y en el espacio público.
Los andenes, ocupados sin ningún problema tienen dueños que acomodan sillas, estufas y hasta neveras y nos obligan a bajarnos a la calle compitiendo cada centímetro con motos y carros, cuando no con otros vendedores en bicicletas o arrastrando carritos de todo tipo de tecnologías.
Los campeones de la ocupación informal son los centros de todos los municipios del país. Intentar andar por las calles centrales de Cali, Bogotá, Medellín, Cartagena o cualquier municipio es una hazaña incierta, aproximarse a las zonas de mercado, merodear por un centro médico o por centros comerciales requiere agilidad y paciencia.
Claro, hay zonas realmente privadas donde ese fenómeno de comercio informal no existe. Se trata de zonas en los barrios estrato alto, donde se limita hasta con vigilancia privada la presencia de vendedores. Estas pocas cuadras son tan exclusivas que por ellas da hasta miedo pasar porque lo miran a uno con cara de no muy buenos amigos. Cómo será que se siente uno mejor andando por los espacios “públicos” ocupados que por las cuadras privadas y exclusivas.
Y en este caos, que no deja por fuera la playas, ni los ríos por supuesto, aparece el tal código de policía dizque para sancionar a quien compre “una empanada” en la calle. Y el escándalo se hace grande como es apenas obvio pues no resulta mínimamente coherente que se cobre una multa de tal tamaño, mientras vivimos sumidos en el desorden y la incapacidad de hacer respetar lo público.
“Que multen a todas las mujeres que venden empanadas
y con eso tendremos el espacio libre para los comerciantes formales,
esos ´que si pagan IVA´ “
Es la vieja estrategia prohibicionista que de nada ha servido en Colombia y que ahora están felices de revivir personas como el ministro de Defensa, un personaje que no parece entender qué significa trazar y hacer cumplir una política pública, empeñado como parece estar en defender intereses particulares. Dice el doctor Botero con gran entusiasmo que “dura es la ley, pero hay que cumplirla”. Que multen a todas las mujeres que venden empanadas y con eso tendremos el espacio libre para los comerciantes formales, esos “que si pagan IVA”. Pobre ministro, no sabe ni dónde está parado.
Daría risa esa mirada tan simplista, si no tuviera repercusiones dramáticas. Esas ventas ambulantes y el caos urbano es producto de años y años de malos gobiernos, de políticas persecutorias que de tanto en tanto sacan un piquete de policías y decomisan camisas, zapatos, dulces o lo que encuentren a su paso. Detrás de esas persecuciones no hay una solución, ni siquiera un sentido de ciudad… pero si mucha corrupción y muchas mafias.
Cómo será de fuerte la cultura de ocupación del espacio público que en los grandes centros comerciales, cuando quieren hacer promociones, llenan con cubículos parecidos a los de las ventas ambulantes los pasillos, en una imitación grosera que le encanta a la gente. Claro a estos propietarios de los unicentros no los persiguen así vendan empanadas o promuevan la misma cultura que su humilde competencia callejera.