Lo que no nos han contado sobre el río Nechí

Lo que no nos han contado sobre el río Nechí

Buena parte de la población antioqueña está asentada en su ribera. Ha dado de comer a muchas generaciones, ha visto morir gente y sacar oro. Su historia

Por: Carmelo Antonio Rodríguez Payares
mayo 10, 2022
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Lo que no nos han contado sobre el río Nechí
Foto: cortesía

A estas alturas de la vida, sobre todo ahora cuando de los ríos apenas nos quedan sus historias y las leyendas que se tejieron a lo ancho y largo de sus orillas, sería bueno contar con un instrumento mágico que nos permitiera escuchar sus lamentos, pesares y quejidos que expresa en su lento pasar por el frente de este pueblo, uno de los afluentes que desde mi infancia me enseñaron a respetar, y que ha sido el símbolo de cuando la comunidad de El Bagre comenzó a abrirse paso en la historia.

Hablo del Nechí, el río al que me acostumbré porque estaba allí desde antes de que yo naciera y era el vecino que teníamos al alcance de la mano, de cuyas aguas, en esos años, podíamos beneficiarnos porque su caudal no estaba contaminado ni sucio como ahora. Es más, bastaba con echarle un pedazo de piedra de alumbre a la tinaja para tener un líquido que se consumía sin mayores riesgos para la salud.

En las clases de religión de la escuela elemental nos enseñaron para no olvidar nunca jamás que en el libro del Génesis 1:20-31 Dios dijo: «Que produzca el agua toda clase de animales, y que haya también aves que vuelen sobre la tierra.» Y así fue. Dios creó los grandes monstruos del mar, y todos los animales que el agua produce y que viven en ella, y todas las aves. Y así cerró el día quinto de la Creación.

Siglos después unos indios de la tribu de los Catíos le pusieron el nombre de Nechí a unas aguas que se precipitaban desde los Llanos de Cuivá, en Yarumal, hasta desembocar, 252 kilómetros después de trasegar por el territorio, al río Cauca. Con ello querían significar “oro natural” porque Ne significa oro, y Chí traduce natural; mientras que en lengua yamesí significa Río de oro. No sobra decir que estas dos tribus fueron las primeras en llegar a la región que hoy se conoce como el Bajo Cauca antioqueño.

Es por eso y mucho más que sea el Nechí uno de los ríos más importantes de Antioquia, porque buena parte de nuestra población está asentada en sus riberas. Nace a una altura de los 2.730 metros sobre el nivel del mar, y en su recorrido recoge las aguas de más de un centenar de afluentes, siendo el Tigüí el mayor tributario al entregarle su cauce justo al frente donde hoy florece, a pesar de todas las contingencias, El Bagre.

Sobre el Tigüí, del que nos ocuparemos después, habrá que decir que ha sido desde la época de la Conquista la vía de acceso hacia la que fue una de las regiones más prósperas de Colombia, Guamocó, cuya decadencia y abandono data de los años 1960 del siglo pasado. Por este cauce se llega hoy a varios pueblos, siendo Puerto López el más representativo. Hay que abonarle una cosa y es que el río Tigüí es el único que aún mantiene con vida a algunas especies que habitan en este ecosistema moribundo, como son: el tinajo, el ñeque, la zarigüeya, y los cangrejos de agua dulce.

Y ni hablar de sus ya extintas especies de peces que nadaban en sus aguas como aquellos coroncoros dónde está tu mae, las guabinas, sardinas, bocachicos, dentones o ruñecopas, arencas, mojarras, barbudos, blanquillos, doradas, pacoras, bagres, rayas, carrachos, capitanes, matacaimanes, corronchos, mayupas y changos. Y ni hablar de las centenares de miles de aves que nos trastornaban con sus vuelos, desde los pisingos, los patos en todas sus clases, loros, chejas, pajuiles, pericos y un largo etcétera.

Intensas y ruidosas eran aquellas romerías de muchachos bagreños que se lanzaban a su cauce, sobre todo en ciertos sectores que fueron calificados como los mejores bañaderos. Ahí estaban las Peñas, por los lados de Cornaliza, una punta con sus cantiles profundos; el barranco de Mena, desde donde uno se tiraba para caer a las playas que crecían al frente en los veranos de enero. La historia reseña numerosos nombres de quienes lo retaron y perdieron la batalla.

Pero también este río tiene episodios tristes como el que ocurrió aquel domingo 2 de septiembre de 1973, que es cuando entra en su pleno apogeo la llamada Operación Anorí contra el ELN y se produce el hundimiento de una lancha cerca de Zaragoza que termina con la muerte de 14 soldados del Batallón Rook.

De esa tragedia el pueblo se enteró la madrugada del lunes a través de un run-run que con el paso de las horas se hizo más intenso y cada vez más difícil para desmentir de parte de los militares, porque se trataba de un hecho acaecido en la mitad de una tormenta como las que suelen caer en la zona, con rayos, truenos y relámpagos. Se trataba de una lancha de propiedad de la empresa minera, de las construidas en acero y hierro para trasladar material pesado a las dragas y, como en aquella vez, adaptada para llevar la tropa.

Sucedió que tras haberse ordenado que buena parte de los hombres se hicieran a un lado de la lancha para mantener su equilibrio, la tempestad y el ruido de los truenos impidió que la misma se cumpliera, de modo que cuando la nave estaba casi en la mitad de aquel río embravecido, fue sometida por la fuerza del caudal hasta llevarla al fondo, y en la oscuridad muchos de los soldados perdieron el sentido de orientación y la mayoría de quienes se ahogaron en su esfuerzo de alcanzar la orilla, escogieron la más lejana.

Para entender bien estos hechos tenemos que ubicarnos en aquel año de 1973, cuando el Ejército de Liberación Nacional (ELN) sufrió uno de los golpes más fuertes que haya recibido a lo largo de su nefasta historia, al extremo de que muchos analistas lo daban por liquidado, pues una de sus columnas integrada por cerca de 90 hombres intentaba alcanzar una vía hasta la Troncal pero fue alcanzada por el Ejército que dio comienzo a una serie de combates por 71 días, desde el 7 de agosto al 19 de octubre de aquel año. En total murieron 36 guerrilleros y un poco más de 40 quedaron heridos o fueron capturados, y sólo unos pocos lograron eludir el operativo y salir vivos.

Lo que nunca pudo entender buena parte de la población fue el interés que puso la comandancia del batallón para rescatar, no los cuerpos de los malogrados militares, sino que toda la energía era para sacar del fondo de aquel río el total de los fusiles que se fueron con las víctimas. Por eso resultó trágico que tres semanas después un grupo de asustados pescadores vieran en su chinchorro una tela camuflada que traía consigo un fusil G-3, y al subirlo a la canoa la sorpresa fue mayor. Al ver más de cerca descubrieron un esqueleto debajo de los trapos verdes y unos huesos aferrados a su arma, como si hubiera sido la última voluntad de aquella persona. Supimos que era de apellido Restrepo. El hecho ocurrió cuatro meses después del desastre sobre la margen derecha del río a la entrada de Santa Margarita.

Años después la vida misma nos llevó a entender que la guerra degrada a las personas, no a las instituciones, y una de las maneras de mostrarlo era maltratar a quienes creen que son amigos de sus enemigos. “Nos dejaron aquel cadáver maloliente como castigo porque dizque apoyamos a la guerrilla”, fue lo que se escuchó.

Viajeros de aquellos años tienen guardados los nombres de algunos pueblos que desde El Bagre eran puertos en la rutina de las lanchas que lo navegaban hasta su desembocadura en el Cauca, en el municipio de Nechí, distante unos 50 kilómetros.

El Real, Santa Isabel, Santa Margarita, Puerto Claver, Cuturú, las Palomas, Bijagual, eran puertos obligados en aquellos años por las embarcaciones, grandes o pequeñas, que tenían esta ruta comercial y de pasajeros que fue la que permitió que la región intercambiara todo tipo de productos, hasta cuando se deja seducir por las aguas de ese otro grande que nace en la laguna del Buey, conocido como el río Cauca, en todo el frente de Nechí. Por aquellas aguas era normal encontrarse en el siglo pasado unas lanchas de nombres como La María Elena, La Milagrosa, La Santa María, La Libertad, El Santa Leonor, La Miss Pato, La Candelaria y El Esfuerzo.

Quienes tuvieron la dicha de subirse una noche desde Magangué y remontar los ríos hasta llegar a El Bagre, o incluso hasta Zaragoza, no se cansaron de describir las bellezas naturales de aquellos paisajes, pero tampoco olvidaron el mundo en que se convertían los camarotes y los planchones de esta embarcaciones, pioneras del desarrollo y del comercio de toda la región.

Quizá muchos de los pobladores guardan en su memoria las varias inundaciones sucedidas a lo largo de los últimos 50 años en El Bagre, pero hago referencia a una ocurrida por allá a finales del mes de mayo de 1988, siendo alcalde Luis Manuel Galván Herazo, el último que ejerció por decreto.

Pero mejor volvamos a lo nuestro. Pues bien, aquella desbandada de agua comenzó cuando cesaron las lluvias en las cabeceras del Tigüí, que ese día se dejó venir con espumas y desperdicios de la tala del bosque y mil cosas más. Cuando la mañana apenas despuntaba, nos dimos cuenta que el agua crecía a un ritmo inusual y en menos de lo que canta un gallo las calles se vieron anegadas y ya al mediodía se prendió una parranda en la caseta de Acción Comunal hecho que no era extraño en esos tiempos para celebrar el suces. Así éramos entonces: de cada hecho, una fiesta.

Hacia las dos de la tarde ya todo era agua y entre tanda y tanda los muchachos salían a atender los llamados de los vecinos para acomodar neveras, nivelar camas, mover escaparates, esquiniar vitrinas, alzar las cómodas llenas de ropa y toda suerte de muebles a los que se le ponían adobes en sus patas para evitar que fueran alcanzados por la inundación.

Al final del día, ya casi a la hora de los noticieros, el balance preliminar señaló que nadie en el pueblo había sufrido percances más allá de la mojada de unas sábanas mal puestas, unos colchones heridos por la corriente y uno que otro gato despistado que no se quería bajar del techo. Pero de pérdidas humanas nunca se habló, eso sí, alguien reportó que por los lados del callejón de Cristina Gil un borracho que pisó mal se fue a un hueco, pero nada que lamentar. Empleados de la alcaldía, que para entonces funcionaba a pocos metros del muelle, diagonal a donde hoy se encuentra el hotel Mariana, le dijeron al alcalde que las aguas habían alcanzado a superar los límites del parque principal con tendencia a llegar al Club Machete y por esa vía al sector de las Casas Rojas.

Por los lados de Cornaliza el río se asomó un poco más allá del Liceo, gracias a que ese sitio tiene una pendiente que lo salvó de la mojada, pero que se necesitaba mucho equilibrio para caminar por los andenes y hacer unas travesías para salir al barrio Playa Rica. El Bijao, el puro centro del pueblo, mantuvo sus vías, calles, callejones y recovecos anegados por más de doce horas, pero al día siguiente la tarea fue sacar el lodo de las casas y seguir como si nada hubiera pasado.- Era martes 24 de mayo y un arco iris salió con todo su esplendor por los lados de la serranía de San Lucas. Por eso hoy más que nunca resulta curioso, por decir lo menos, escuchar de la boca de algunos habitantes de El Bagre su malestar cuando se presentan inundaciones, que a decir verdad no son tan dañinas como en otras regiones, pero qué podemos esperar del río al que lo tenemos tan al alcance de la mano?

A veces quiero darle la razón a Manolito, el niño comerciante amigo de Mafalda, cuando dice que no le haya explicación a la manía de ponerle nombre a los ríos solo para que los profesores tengan el pretexto de corchar a sus alumnos. Como diría en estos casos la muy letrada política Mafe Cabal, ¿a quién le interesa que el Everest sea navegable?

En el Museo Field de Historia Natural en Chicago, se mantiene en resguardo una colección de objetos de oro provenientes del río Nechí, donada por la empresa Wrigley Company, que  incluye campanas, aros y cordones, entre otros elementos hechos de oro puro. Esta colección es considerada una de las más valiosas entre la variada serie de descubrimientos arqueológicos que se han encontrado sobre los primeros pobladores en Colombia.

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