Cansados de tanta pobreza

Cansados de tanta pobreza

La brecha entre los países ricos y pobres se hace cada vez más grande. ¿Qué papel desempeña el progresismo en la erradicación de la inequidad?

Por: Jorge Ramírez Aljure
agosto 10, 2021
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Cansados de tanta pobreza
Foto: Leonel Cordero

Llamo progresismo a toda corriente política que sabe, desde los años sesenta del siglo pasado, que el subdesarrollo eterno es obra del capitalismo salvaje, como lo demuestran más de 200 años de su aplicación a nuestros países, y que su solución, si bien no está en pretender acabar el sistema, sí está en controlar su tendencia desbordada a acumular riqueza porque sí, para que sirva a toda la humanidad.

Sin embargo, la sana intención no basta para hacer viable esta pretensión desde el propio subdesarrollo, pues la dependencia política y económica es anejo lógico del desarrollo de los países más ricos, lo que les impide a los pobres salir de su condición de pobres. Y menos intentarlo de manera individual, puesto que cualquier tipo de reivindicación económica fruto del esfuerzo electoral aislado de un pueblo golpeado por la pobreza, antes que servirle de solución, se convierte en un riesgo más para su ya difícil existencia.

El subdesarrollo perenne lo único que les ha dejado a estos países, después de tanto tiempo de sufrirlo, es la ausencia de autonomía política y económica para encauzarse hacia un desarrollo real. Atraso que se moldeó desde temprano bajo el sortilegio de emular las metas de los desarrollados al tenor de un capitalismo que justamente por inequitativo las hacía intrínsecamente imposibles. Infundio que, no obstante lo irrazonable, encontró entre nuestras élites poco esforzadas motivos de más para administrarlo como un bien inextinguible sin que importen las consecuencias económicas, sociales y ecológicas que hoy advertimos.

La consecuencia del desbalance: ausencia de ciencia y tecnología para investigar, transformar y valorizar recursos propios, remplazada por la exportación de materias primas y productos agrícolas sin valor agregado en beneficio de empresas y multinacionales extranjeras, con la consecuente destrucción de una ecología de valor inapreciable y el estancamiento inevitable de gran parte del mercado interno, así como el fracaso de una industrialización autónoma y competitiva.

Otra consecuencia es la venta de empresas a menor precio para cubrir continuamente faltantes presupuestales agudos. Devaluaciones indefectibles de las monedas internas para abaratar el trabajo y la riqueza nacional. Incrementos inexorables de deuda externa e intereses para aceitar la maquinaria financiera internacional y maquillar el costoso prestigio financiero de sus impotentes víctimas, mientras que con sus pagos debilitan los presupuestos internos (cada vez más insuficientes para cubrir necesidades básicas de sus pueblos).

Estos eventos adversos deberían haber traído, tras más de 200 años de soportarlos y tener algún sentido constructivo para quienes los han sufrido, una industria autónoma competitiva, un manejo adecuado de una deuda que nos beneficiara y unos intereses que no socavaran un presupuesto dispuesto año tras año a cubrir las metas de un desarrollo propio.

Doscientos años tiene la teoría económica capitalista de garantizar desarrollo y riqueza para quienes lo adelantaran -coincidencialmente, los mismos años que África y América Latina han disfrutado de su supuesta prodigalidad- sin que su ejercicio los haya sacado del atraso. En cambio, sí los ha enfrentado a la inviabilidad como naciones. Suficiente tiempo para dudar de una teoría aberrante que jamás se les exige superar a los líderes tradicionales -generalmente envueltos en su corrupción- y que obligan a conservar, así hayan vencido en las urnas, a quienes la cuestionan razonablemente, so pena de castigos, en otro caso, insólitos.

No obstante, el prurito de romper con el sistema capitalista es un trasnochado objetivo de nuestros gobernantes revolucionarios, pues es imposible librarse de él, ya que por la naturaleza egoísta del hombre, no hay otro sistema que funcione, aunque sea necesario -por su comprometido origen- regularlo continuamente. Y menos hacerlo desde la posición irredimible del subdesarrollo, pues lo impide su naturaleza aneja -encubierta por la prevenida teoría capitalista- de soporte fundamental del sistema acumulativo mundial de riqueza.

Y terminar derrumbándose económicamente gracias no solo a las fuerzas del mercado que nos apabullan a todos -ricos y pobres- con la calidad de un dogma divino, sino con herramientas menos pueriles como amenazas políticas, invasiones, bloqueos, embargos, etcétera, por parte de sus poderosos manejadores y sus marionetas criollas para castigar a quienes pretenden -entre otras, de manera equivocada- salirse de sus inequitativos carriles.

Estas herramientas son pérfidas, pero insuperables por las circunstancias extremas de su dominio, por lo que cualquier tarea para superarlo comenzará
-como lo ha pedido hace poco el presidente de México, Manuel López Obrador- en buscar la independencia política efectiva por medio de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), aprovechando que buena parte del continente cuenta con gobiernos si no progresistas, al menos conscientes de que inmersos en el fango económico al que llegamos, no van a salir para ningún lado.

Tal empeño político, que será económico y social posteriormente, nos puede parecer utópico pero se hace obligatorio no solo por la incapacidad demostrada por los gobiernos ante la pandemia, hoy lejos de ser superada, sino por la pobreza aumentada a que nos llevó, y que es absolutamente irresoluble en las actuales circunstancias de inequidad mundial.

Y convencidos de que el hipercapitalismo no es una verdad absoluta, sino una tragedia real para los más débiles, y que los pueblos desarrollados no son inmunes a los problemas que cercan a todo el planeta precisamente por sus excesos económicos, parece insólito que los nuestros no busquen, unidos desde ya, alguna injerencia para intentar entrever y participar en un futuro lleno de incertidumbres y peligros, de los que el coronavirus es apenas un temprano emisario.

La cumbre del clima de París partió del supuesto de que serían los países subdesarrrollados las víctimas del cambio climático con la finalidad política de ponerlos desde ese momento en desventaja en las negociaciones. Y, probablemente, desde 2015 hayamos sufrido alguno de sus embates, pero la naturaleza -impedida para dejarse manipular- ha comenzado por darles lecciones aleccionadoras a quienes más contribuyeron al calentamiento de la Tierra.

Así les que ha tocado con fenómenos inesperados y destructores a quienes se creían en principio a salvo, entre los cuales se encuentran diversos estados de Estados Unidos y Canadá, países europeos como Alemania, Bélgica, Luxemburgo, Países Bajos, Suiza y China castigados por el invierno, Grecia e Italia por incendios desbordados debido al calor, tanto que sus principales jefes de Estado han considerado que el tema amerita soluciones globales de urgencia.

Y en camino de cierto gobierno mundial como la necesidad lo amerita, es mejor que el progresismo, en lugar de hacer locuras, contribuya a buscarle a Latinoamérica y el Caribe unidad política real para aspirar a algo concreto dentro de aquel, en lugar de alimentar la torpe idea que predican los gobiernos de Colombia de que permanezcamos separados y libres porque somos socios estratégicos de quienes nos dan en la cabeza.

 

 

 

 

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