Muchas enseñanzas dejará esta cuarentena, especialmente entre quienes han creído que el capitalismo es la última expresión de la generosidad. Ellos piensan que al frente de este sistema hay una corte de ángeles convertidos en generosos inversionistas, capaces de arriesgar sus capitales celestiales en el turbio mundo empresarial, con tal de poderles ofrecer a los pobres de la tierra un puestecito de trabajo en el que puedan conseguir con qué satisfacer sus necesidades.
Esa romántica forma de ver a los inversionistas ha sido hábilmente difundida por muchos gobiernos, especialmente los neoliberales, con el fin de apaciguar las reacciones que puedan levantarse al verlos trenzados en endemoniados esfuerzos para que tan magnánimos personajes acudan a invertir en sus terruños, no importa que haya que liberarlos de impuestos y otras trabas, siempre que contribuyan al bienestar de una enorme masa de desempleados, que harto necesitan de esa munificencia divina acá en la tierra.
Pues bien, la indispensable cuarentena por la que estamos pasando le ha dado un mentís a esa malintencionada interpretación de tan importante aspecto de la economía. Ahora se va haciendo claro que, por desprendidos que sean estos querubines, ellos jamás prescindirán del objetivo real de sus inversiones: acrecentar el valor de lo invertido, lo cual saben que solo es posible lograr en la medida en que puedan contar con trabajadores dispuestos a producir las ganancias que se hagan necesarias para lograr ese propósito, así les toque hacerlo por una injusta remuneración.
La prueba de lo anterior está reflejada en el vergonzoso gimoteo de los mismos empresarios, que preocupados por el inevitable lucro cesante provocado por el confinamiento obligado de los trabajadores, acuden suplicantes al gobierno en pos de que se les financien sus nóminas o, en su defecto, se les autorice la liquidación, o al menos la suspensión de los contratos laborales; y de no ser posible nada de lo anterior, que se les permita por lo menos modificar tales contratos con medidas como la de acortar las jornadas, desaparecer los recargos de ley y suspender los aportes pensionales, entre otras que puedan atenuar el impacto de la pandemia sobre sus inversiones y ganancias.
Hasta ahora, el gobierno se ha gastado sus mañas para hacernos creer que está a favor de los trabajadores y, en general, de los más necesitados. De ahí sus publicitados y pírricos auxilios a los más humildes y sus llamados, necesarios por cierto, a que nos quedemos en casa. Sin embargo, como no hay que dejar que la economía se siga deteriorando, lo cual es sinónimo de no dejar que los capitalistas sigan perdiendo, ha venido autorizando la apertura de empresas en cada vez más sectores productivos, lo cual, en la práctica, es un mandato para que los trabajadores tengan que salir de sus casas a desafiar el virus y seguir reportando ganancias.
Queda, entonces, claro que abrir puestos de trabajo no es lo que motiva a los empresarios. Su motivación real se orienta a incrementar el valor de sus capitales, lo cual solo es posible mientras puedan contar con trabajadores dispuestos a entregarles su fuerza de trabajo, fuente innegable de ganancias con las cuales poder incrementar los patrimonios. Llegará el día en que esas ganancias dejen de ser privadas y pasen a manos de la sociedad. Ese es un propósito del socialismo.
