Al igual que nuestra vida diaria, el deporte colombiano nos ha predispuesto a sufrir. Desde los tiempos remotos en que un Bernardo Caraballo, un Rocky Valdés o un Caimán Sánchez eran nuestros referentes, siempre nos ha faltado el centavo para el peso, y este centavo nos ha provocado hernias, labios apretados, respiración contenida y la infaltable maldición. “La próxima será”, decíamos resignados después de cada frustración, de comprobar por enésima vez que los nuestros no eran tan buenos, que siempre había mejores que nos bajaban del pedestal.
Pero esto cambió de a pocos, con repetidos destellos individuales que nos mandaban al carajo al minuto siguiente, pero cada vez soñábamos más, como nos pasó con aquella selección-espejismo, con la que nos quisimos tragar el mundo y los atragantados fuimos nosotros. Ahora, con estos muchachos que no se cansan de ganar y para colmo, juiciosos, buenas personas, convertidos en amuleto contra tanto cernícalo que a diario soportamos, aunque armamos fiesta con himno nacional y “Colombia tierra querida” cada que triunfan, persiste ese aire de desconfianza que se nos metió en los genes.
Eso nos pasa con James. La verdad sea dicha, de Banfield sólo se acuerdan los entendidos, porque los demás no tenemos la memoria tan larga. Fue en el Porto que tuvimos noticias suyas, cuando llegó detrás de Falcao, otro de esos tipos al que se le esculca desde la época de los pañales y no le encuentra nada que no sea talento y dedicación. Así llegó James a la liga portuguesa, con su cara de niño de cinco en conducta, a estrenar Europa y armar matrimonio, porque para completar, su historia de amor es de esas que se escriben en un guión y no se terminan de creer: hermana de arquero de la selección, hermosa, deportista y, cómo no, sencilla, sin el detestable aire de diva que acostumbran las de su entorno.
Y triunfó. Al principio lo tuvieron en la banca, pero luego, con Falcao y Guarín, la rompió. Ahí fue cuando nos dimos cuenta de que había talento para rato, porque tenía esa rara cualidad de ver lo que nadie ve, esos espacios mágicos que rompen los nudos, que sorprenden porque son la veta que desenreda un partido, la diferencia entre el que se esfuerza y el que se inventa una oportunidad, el destello reservado a los talentosos, únicos capaces de elaborar la filigrana. Esas diabluras ya las había hecho en las selecciones juveniles y luego en la de mayores las repitió como aquél juego épico contra Chile en Santiago. Un 3-1 con gran porcentaje “made in James”.
En el Mónaco… sí, todavía nos cogemos la cabeza porque resulta difícil de entender qué demonios fue a hacer a un equipo de mentiras, capricho de un nuevo rico… bueno, en el Mónaco lo sentaron. 45 millones de euros chupando banca y claro, a los colombianos, aparte del madrazo criollo contra Rainieri, nos regresó la desconfianza, mejor aún, el pesimismo; tanto luchar, tanto brillar, y verlo ahí, como cualquier hijo de vecino… o será que no es tan bueno y nosotros, campeones mundiales en inflarlo todo, nos la estábamos creyendo. Pues ni modo, empezamos a echarle la culpa al vecino, a la suerte, a la nacionalidad, otra de nuestras “cualidades”.
Pero James, como toda esta generación de muchachos que uno no sabe de qué están hechos, volvió a brillar. La liga francesa lo premió como uno de los mejores y ahí fue cuando llegó el mundial y con la audacia de sus 22 años, lo predijo: “Voy a triunfar”. ¿Con Messi, Cristiano, Neymar, Robben, Müller, Van Persie...?, con tanta estrella no iba a ser fácil deslumbrar… Recelo, maldito recelo pegado como lapa que nos cuesta quitarnos. No fue sino saltar a la cancha para que nos ahuyentara las aprensiones. Fue el mejor en la fase de grupos, hizo el gol más hermoso, y para que no quedaran dudas, se coronó como el goleador de la Copa.
Ahí se apareció el Real Madrid. Florentino, acostumbrado a lo mejor, se metió la mano al dril y pagó una suma de escándalo por su fichaje: 100 millones de dólares. Los colombianos aplaudimos, nos fuimos de turistas al cielo, nos imaginamos a España postrada a sus pies. Pero de dientes para dentro, acostumbrados a los costalazos, en coro repetimos pasito como un mantra: no va a ser fácil, es un equipo de estrellas, es muy joven, va a ser suplente, la primera temporada va a ser cuesta arriba…
¡Cómo hemos sufrido! Al verlo perdido, con su cara de recién llegado, asustado, tratando de hacer bien las cosas, pero íngrimo, olvidado en rincones de la cancha, incapaz de hilvanar pases, regresamos al tormento de antaño. Matoneo, envidia, quemadero de cracks, todos los apelativos frustrantes se nos ocurrieron, pese a los chispazos. Y todo hay que decirlo, dudamos de nuevo. Como en el relato bíblico, también lo negamos, y para completar, la odiosa comparación con un estupendo Di María resucitó nuestros miedos, aunque decidimos, con fe de carbonero, darle tiempo al tiempo… esperar.
Lo bueno era su titularidad, y esos minutos tenían que servir para algo. ¡Y sirvieron! Ante dos rivales débiles, pero importantes porque sirven para afinar estrategias, conocerse mejor y recuperar confianza, James descolló. Se la creyó, mejor dicho. Ante el Basilea hizo lo que no es habitual en él, bajar y defender a trancas y moches como lo quiere Ancelotti, a quien las ventas de verano le desarmaron la columna vertebral. Pero hubo más. Con un taconazo de lujo a Nacho para servir la primera anotación y con su propio gol oportunista, James calló muchas bocas.
Pero faltaba ese bendito centavo para el peso y lo dio el Deportivo La Coruña. Un gol de esos que se recuerdan por mucho tiempo, de esos fantásticos que hasta los rivales aplauden, llenó la alcancía. Pero también sumó con un pase gol a Cristiano, después de robarse el balón y armar una pared con Kross. Además, apariciones fulgurantes, desarmando, asistiendo, asociándose con Benzemá, nos trajeron de regreso al James de la selección, al que hoy los medios españoles califican como el mejor del partido.
Faltan rivales más exigentes y sobre todo el desafío de octubre contra el Barcelona, para que reafirme que ya calza dentro del equipo, que ya está convencido de ser tan bueno como sus compañeros, que ya no es el nuevo del curso al que todos quieren matonear, y que son muchas las alegrías que le esperan –que nos esperan- en el futuro. Por fortuna llega con una ventaja: graduado y más seguro de sí mismo.
Bienvenido, James. Ya tenemos el peso completo. Volveremos a sufrir, pero no de desconfianza, sino porque la vida es así, de altas y bajas, pero gozaremos y mucho, porque James, como Caterine, como Falcao, como Nairo, como Mariana, como Rigoberto, como tantos que desbordan talento y calidad humana, nos espantan los fantasmas del pasado. Gracias a todos, porque pese a las sanguijuelas, las mariposas amarillas comienzan a pulular y esa es la mejor noticia de todas.