El dolor es el sentimiento definitorio de la vida. De hecho, huir de este es el propósito general del ser humano. Existir dentro de sus muros, esquivándolos sin ningún éxito como sucede con cualquier barrera que lo abarca todo, juntando alegrías y placeres repentinos para olvidar que vivimos dentro de sus esquinas, es la cotidianidad de nuestra experiencia aquí en la tierra. Y los momentos de luto son, en ese sentido, los pequeños destellos de claridad que nos muestran que nuestra vida es dolor y que es inevitable y que siempre estará ahí.
Aunque es un comienzo, valga la redundancia, doloroso, el propósito de esta columna no es el luto. Es, más bien, entender que la claridad no tiene que venir acompañada de este porque aunque el dolor es inevitable (la vida lo es) el luto, como único momento de claridad, no lo es.
El problema es que la solución es contraintuitiva: aprender a amar el problema, apreciar los momentos de dolor como una prueba irrefutable de que estamos vivos y de que de este dolor que es la vida misma se va a aprender. Vivirlos como se vive la vida hasta que se vayan, como se irá ella. Procesar el dolor no es lo mismo que estancarse en él, es, precisamente, dejarlo fluir, permitir que entre y nos enseñe lo que nos tiene que enseñar, para luego soltarlo. Como Rumi dijo una vez:
Al pensamiento oscuro, a la vergüenza, a la malicia,
Recíbelos en la puerta riendo
E invítalos a entrar
Sé agradecido con quien quiera que venga
Porque cada uno ha sido enviado
Como un guía del más allá.
Colombia, sin embargo, es un país resistente. Al dolor y al luto. A las caídas de un niño pequeño al que le dicen que se levante sin llorar que no le pasó nada y al asesinato colectivo que se procesa con memes. Al dolor inmenso y personal porque este, a diferencia del asesinato, nunca es colectivo y al luto momentáneo y acelerado. A la falta de memoria como un intento de esquivar las barreras de un sentimiento que se tiene que vivir y vivir en compañía y al luto como un espectáculo empaquetado en unos minutos de televisión nacional para justificar su olvido.
En un país así no es sorpresa que haya polémica por la financiación a entidades como el Centro Nacional de Memoria Histórica y la Comisión de la Verdad. Es que son incómodas, son el dolor mismo acechando a un pueblo que solo quiere seguir esquivando muros sin darse cuenta de que está dando vueltas en círculos sin entender que para vivir hay que vivir con el dolor.