El oficio fundamental del profesional de la salud es doble: entender la enfermedad y comprender al enfermo. El primero requiere inteligencia, el segundo empatía. En el ejercicio del oficio deben turnarse una y otra tarea. O activarse al mismo tiempo ambas. Como en la simplificación que se hizo hace unos años de la actividad cerebral debemos actuar a veces con el hemisferio derecho, otras veces con el izquierdo y frecuentemente con los dos. Pero algunos profesionales se desequilibran al dedicarse prioritariamente a entender la enfermedad. Tampoco puede quedarse uno solamente en comprender al enfermo en inútil solidaridad. La medicina no ha sido nunca un oficio fácil.
Todas estas cosas recordé el año pasado cuando mi nieta menor, de tres años de edad, presentó un tumor cerebral. Y ella a su corta edad me enseñó la importancia de estos dos aspectos de la medicina: entender la enfermedad, comprender al enfermo.
Inmediatamente después de las vacaciones de Semana Santa mi nieta sufrió unas pocas convulsiones focalizadas en el lado derecho del cuerpo. Estaba en perfectas condiciones de salud. Antes y después de aquellos sorpresivos eventos no evidenciaba ningún déficit neurológico. Pero la resonancia magnética mostró un gran tumor en el hemisferio cerebral izquierdo. Como comentó un neurocirujano parecía casi imposible verla caminar y comportarse normalmente con ese monstruo (así lo imaginaba yo) en la cabeza. Se intentó una cirugía de urgencias por la hipertensión cerebral y no se pudo retirar sino algo menos de la mitad de la masa. Fue necesaria otra operación de seis horas para completar la excisión total del tumor. Hoy, gracias a Dios como decimos sus abuelos con fe profunda, la niña se ha recuperado por completo.
Nuestra nieta nos enseñó algunas cosas durante su enfermedad. A mí personalmente me hizo pensar con dos frasecitas aquello que estamos comentando aquí: la medicina integral y buena debe simultáneamente entender la enfermedad y comprender al paciente.
Cuando salió de la primera cirugía se tocó el lado izquierdo de la cabeza, todo vendado, y le dijo a su mamá: “Mami, me caí” Tres palabras de una niña de tres años que eran su narración e interpretación simplísima de lo ocurrido. ¿Por qué el paciente siente la necesidad de narrar su enfermedad? Para que se le comprenda. Más allá de exámenes físicos por parte del médico, pruebas de laboratorio e imágenes diagnósticas el paciente desea que le presten atención y comprendan su historia personal, su interpretación a veces ingenua pero siempre sincera de ese sufrimiento oscuro que llamamos enfermedad. Mi nieta me enseñó eso después de su primera cirugía.
Cuatro meses después tras otra cirugía e innumerables procedimientos diagnósticos sus papás la llevaron a un control de rutina. La niña al entrar al hospital dijo: “No me analicen más” Ella recordaba, me imagino, que todo empezó cuando le realizaron unos justificados exámenes de urgencia. Ahora quería que todo terminara ya. Yo, médico y patólogo, le dije confidencialmente a mi hijo (sin que me oyeran los colegas) que estaba de acuerdo con mi nieta. Era la segunda cosa que nos enseñaba con sus frases infantiles: debe haber algún límite a esa otra parte del oficio médico, entender la enfermedad. Por dos razones.
Primero, probablemente no encontraremos la causa final de muchas enfermedades: el medio ambiente, el microbio infectante, el vector que nos contagió, nuestros genes, nuestro estilo de vida, el sistema de salud, el gobierno o “la puta vida” como diría un argentino. Nos quedamos frecuentemente sin conocer la causa final de nuestras enfermedades.
Esto lo sabían los antiguos médicos alejandrinos. Se llama medicina anetiológica pues no se obsesiona con encontrar la causa de las enfermedades. Sea cual sea ésta no se debe culpar a nadie. Ni al fumador con cáncer de pulmón pues ignoramos la ansiedad que lo hizo adquirir ese maldito hábito. No se puede prevenir todo y siempre debemos intentar curar, tratar o aliviar a todo enfermo. La causa es secundaria. Debemos aceptar cierto límite a nuestros esfuerzos para entender racionalmente las enfermedades.
La segunda razón es por respeto humano. No sé si usted ha tenido una enfermedad verdaderamente grave con varias semanas de hospitalización. Pero si ha vivido esta dura experiencia seguramente le preguntarán años después, con cierto maligno interés, ¿cómo vas de salud, quiubo del infarto, o del cáncer qué? Cuando quienes nos rodean nos ponen el rótulo de enfermo, sobretodo en enfermedades mentales, es muy difícil quitárselo. Si el sistema de salud te agarra por atrás la indiscreta batita de hospital con que te viste no la suelta fácilmente. Hay que luchar contra todos para volver a ser contado entre los sanos. Por todo eso estoy de acuerdo con mi nieta: “No me analicen más”. Hay que poner límites a entender la enfermedad procurando comprender al paciente.