Lo que deja el paro

Lo que deja el paro

Lo que vivió el país fue uno de los acontecimientos políticos más trascendentales de los últimos 50 años

Por: PEDRO CONRADO CUDRIZ
diciembre 06, 2019
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Lo que deja el paro
Foto: Nelson Cárdenas

“Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud” (Federación Universitaria de Córdoba, Argentina, 1918).

“Y estamos cansados de ser los cómplices de nuestros verdugos, de elegir a los que nos matan, de alimentar a los que nos roban, de admirar a los que nos desprecian” (William Ospina).

¿Podría Duque separarse del Centro Democrático? ¿Tiene el carácter o las agallas para hacerlo? ¿Con cuánta autonomía y libertad cuenta para ser un mejor actor de la política colombiana? ¿Qué tan decente y justo es el presidente Duque? ¿Él representa al Centro Democrático o a los colombianos? ¿Después del 21N ustedes creen que Duque necesita interlocutores para hacer los cambios que exige el país? ¿Cuáles son sus dilemas personales y políticos?

Lo que acaba de vivir el país es uno de los acontecimientos políticos más trascendentales de los últimos 50 años. Nunca antes se había experimentado un fenómeno marchante de tal magnitud, en días y en los niveles de lo nacional y lo internacional. Marchas, cacerolazos diarios y conciertos musicales ligados a los objetivos del paro. Y por igual sentimientos y emociones de miedo, incertidumbre, terror, muertes y miles de heridos y detenidos. Y, además, un movimiento sindical-cívico telúrico que no ha dejado de inquietar a la sociedad toda. Menos al régimen, que sigue con su tradicional agenda y como si no pasara nada.

¿Qué ha pasado para que la sociedad se levante en sus propios hombros?

Varios factores de corte político, económico y social pueden ayudar a comprender las causas. Una deuda social acumulada por años y décadas, traducida en el deterioro paulatino de la calidad de vida o el bienestar de los ciudadanos. Los malos servicios públicos incluyendo la salud. La pobreza extrema. La imparable corrupción, es decir, el robo de los dineros públicos planeado por un régimen que ha terminado diseñando la casa por cárcel para burlarse de los colombianos. Las trabas a la paz y a las propuestas anticorrupción, votadas por casi 12 millones de nacionales. La mala calidad de la educación pública. Las propuestas de las reformas gubernamentales: tributaria, laboral y la pensional. La clase política, concentrada en el gobierno y en los “clubes” o gremios de los ricos como la Andi, Fenalco, Fedegan, una minoría privilegiada que disfruta a su antojo de las mieles del sistema. La impotencia de la gente para cambiar los factores que obstaculizan la movilidad social en Colombia. Y el sistema de corrupción clientelista, entre otros factores, son el combustible más peligroso para mantener encendida la hoguera de la indignidad nacional.

Lo que se observa es un odio social acumulado, que aprovecha las marchas para enviarle sus mensajes al gobierno de turno. Detrás de los vándalos se esconde el odio de clase, los resentimientos, la violencia política de los que no pueden expresarse y opinar como lo hacen los políticos y los gobernantes de turno todos los días. Es el odio de los marginados, manifiesto también en los estadios de Colombia. Porque la pobreza embrutece y violenta la vida de los que viven hacinados y al margen del bienestar humano de los que viven al norte de las ciudades. Lo de ciudad Bolívar en Bogotá o el distrito de Aguablanca en Cali, son ejemplos claros del fenómeno opresivo de la marginalidad. Aguablanca tiene más de 180 estructuras criminales en su vientre descosido, una sociedad pauperizada al extremo por parte de un capitalismo genocida.

Bueno, toda pobreza arrincona al hombre y lo obliga a la violenta sobrevivencia biológica. Y este hombre, que nació bueno, se ve obligado, en últimas, por la circunstancia a delinquir para poder sobrevivir en medio de las más espantosas condiciones inhumanas. Y este mismo hombre, seguramente pensará antes de un atraco, que nada pierde si seguirá viviendo en lo inhumano, porque la muerte, quizá, es mejor que la vida. La muerte puede entonces ser el alivio contra la costra de la infamia y la indignidad de vivir como animales.

Pero el entorno latinoamericano también tiene un efecto dominó sobre las marchas políticas en el país. Chile, Bolivia, Perú, Ecuador, Argentina son ejemplos espejos a pesar de las diferencias que los separan. No es la democracia la que solamente está en crisis, es el sistema capitalista todo el que colapsa, el que les quita la respiración a los pulmones de la sociedad civil. Sus sociópatas y sus áulicos son los que al final lo defienden tal como funciona, a pesar de que en Chile, los ricos han reaccionado a sus horrendos e injustos gobiernos plutocráticos y están decidiendo cambiar la Constitución política y bajarles el salario en el 50% a los congresistas. Esa es otra de las razones por la que las marchas desbordaron los partidos políticos. Las gentes dejaron de creer en ellos cuando convirtieron los votos y los votantes en otra mercancía más del mercado capitalista. Cuando sus intereses dejaron de ser comunales y partidistas para ser personales.

Las marchas no tienen partidos porque sus orígenes están en las inconformidades del corazón de las gentes, en sus frustraciones familiares e individuales. Porque también desapareció la esperanza y la movilidad social se diluyó de sus vidas. Porque asistir a la universidad perdió sentido humanista y ser profesional fue otra obra más del consumo mercantilista. Porque nacer pobre da lo mismo que morir pobre. Porque, en fin, se prohibió soñar.

Ningún político puede atribuirse el liderazgo de las marchas, porque a las gentes se les acabó la paciencia de seguir esperando las promesas de los cambios propuestos por los partidos políticos. Nadie cree en nada ni en nadie. Se murió la esperanza. Por eso las marchas, para intentar crear una nueva esperanza, viva, palpable, comprobable y sometida a la experiencia diaria. Si alguien le pregunta —me dijo un amigo—por qué las marchas ahora y no en el pasado, dígale que nos tocó despertar hoy, abrir los ojos hoy, porque somos como unos animales sosegados por la esperanza, como rinocerontes, pero tenga mucho cuidado con herirlo o meterse con ellos…”.

El movimiento era tan anhelado que la gente se preguntaba: ¿Hasta cuándo vamos a seguir soportando tanta injusticia? Y, sin embargo, las marchas sorprendieron a todos, al gobierno y a los mismos marchantes, porque las marchas terminaron cambiándole la imagen cotidiana a la ciudad – esto también sorprende – y le cambió la rutina a la gente, trabó algo de sus vidas, pero al final todos entienden que es por la bendita esperanza. “No imaginé estar aquí todos los días,” dijo una marchante en televisión. Y prosiguió: “A pesar del miedo que tengo de morir en el movimiento de gentes, persisto. Es necesario el mensaje que le estamos enviando al gobierno. Ya no estamos ni ciegos ni sordos”.

Quien dio estas declaraciones era muy joven y seguramente tenía conciencia del oscuro futuro proyectado por la politiquería. Un título universitario sin movilidad social era continuar en la pobreza de la guerra y el mal gobierno. La Ocde cree que para salir del estado de pobreza a la colombiana se necesitan 200 años. Y así como vamos —con el círculo cada vez más estrecho de los ricos— será imposible cambiar de estatus económico.

El inventario de los enemigos

Los gobiernos nuestros son unos expertos en crear enemigos falsos para exculparse de los factores de poder que desestabilizan las instituciones. Por más de cuarenta años fueron las guerrillas, el M19 o las Farc las culpables de todas las desgracias que pasaban en el país. Y a falta de lucidez política y pensamiento crítico de la sociedad, el invento terminaba y terminó triunfando. Todavía hay gentes que siguen odiando a los farianos a pesar que esta guerrilla desmontó su estructura armada y se adaptó al sistema como partido político. Ahora para excusarse del malestar nacional de hoy se inventaron enemigos como los venezolanos, Santos, el ELN y el mismo Gustavo Petro.

Como los pobres no tienen identidad política —es la versión de Byung Chul Han, el filósofo coreano— los poderosos en el gobierno se la inventan creando en el imaginario popular los enemigos falsos del poder para direccionar la atención ciudadana en otros temas menos delicados o ficticios. Esto, según el editorial de El Espectador del 1 de diciembre del 2019 “… oscurece el debate. Cierra el diálogo que se dice estar promoviendo”.

Igual ocurre con la violencia de la que el propio gobierno exculpa el Esmad, que es otro de los factores violentos del sistema, porque resulta peor que la misma violencia de los vándalos y los oportunistas de la calle. Mejor armamento, letalidad y trajes de protección. Peor porque es el mismo Estado el que se escuda en la institucionalidad para boicotear el derecho a la protesta pacífica de los ciudadanos. Detrás del boicot se esconde la intolerancia y el castigo oficial a las voces diferentes y opuestas al gobierno, un hábito antidemocrático que termina definiendo la enfermedad dictatorial del régimen.

La violencia obstaculiza la práctica pacífica de la protesta constitucional y esto lo sabe muy bien el aparato ideológico-militar del Estado. El Esmad, por ejemplo, se ha constituido en una fuerza letal y no en una fuerza para disuadir y prevenir actos violentos en los paros. “En tiempos de paz —dijo un estudiante en la marcha— no se necesitan policías violentos.” El conocimiento de la violencia como factor político para boicotear el derecho constitucional a la protesta, es una conducta perversa de un gobierno desesperado por defender el statu quo.

Los defensores del statu quo

Algunas voces defensoras del estado de cosas gubernamentales quieren hacerle creer a la ciudadanía, que las protestas son solo eso, protestas, movimientos ciudadanos para manifestar sus inconformidades con los gobiernos de turno, pero no pueden exigir cambios ni acciones de Estado. Para ellos los protestantes son solo una masa solicitante que debe respetar el diseño constitucional. Es decir, reconocer que el presidente fue elegido democráticamente. Y no hay nada que hacer. “Porque —la protesta o el paro como dice el editorial de El Tiempo del 1 de diciembre de un año agónico como lo es el 2019— no puede, de ninguna manera, ser considerado un ejercicio democrático. Para decirlo sin ambages: la democracia se ejerce en las urnas, donde se respaldan programas de gobierno… Pero queda claro: la protesta callejera no reemplaza el sufragio universal, lo complementa”.

Y el ciudadano de a pie, el callejero, se pregunta si la forma de gobierno es un pacto inamovible, inflexible y si hay que tolerar o aceptar como un hecho irreversible de los dioses a los malos y pésimos gobiernos.

Y todos los movimientos de protestas en el mundo han terminado modelando positivamente las realidades políticas, sociales, económicas y culturales de sus países. Brasil, Francia, Alemania, México, Estados Unidos, Chile, España, etc., son ejemplos históricos a corto, a mediano o largo plazo de cambios sustanciales.

Pero a lo que le temen en realidad los gobiernos y los defensores del statu quo es a lo que queda de los movimientos de paros en el mundo y a que en últimas los actores se conviertan “en activistas políticos —como sostiene Juan Manuel Sánchez, historiador de la Universidad de Múnich—, en defensores de derechos humanos…”. Leer Una lucha que no se arruga en El Espectador.

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