Cuando Álvaro Uribe ganó las elecciones del 2002 el país votó por un arriero de poncho, sombrero y collar de arepas capaz de derrotar las más linajudas familias bogotanas que desde el inicio de la República se habían apoderado del país. Era el triunfo de la provincia sobre la capital, de la mazamorra sobre el champagne. Si, pesó muchísimo el cuento de la mano dura y el aprovechamiento del fracaso de los diálogos de paz del Caguán pero también fue una cachetada a la oligarquía.
Los que leen esta columna regularmente saben de mi posición política, el propio expresidente me ha bloqueado de redes sociales y en un mensaje privado me llamó sicario moral. Sin embargo, sería de tontos negar los innegables resultados económicos que tuvo el país entre el 2002 y el 2006 o leyes como la del cine que le permitió a Colombia crear una cinematografía que hoy es reconocida mundialmente y pasar de dos largometrajes al año a más de cincuenta. Después vino el declive, la degradación, violar a su gusto la Constitución para reelegirse, los falsos positivos, Agro Ingreso Seguro y la aparición de buenos muchachos como Andrés Felipe Arias, que benefició a los ricos e ignoró a los pobres. Duque es el último de esos jóvenes uribistas cuyo mayor mérito ha sido la obediencia ciega al líder, un legado que está resultando nefasto para Colombia.
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Esta nueva generación, harta de las imposiciones del uribismo, ha decidido tomarse las calles y convertirlas en un escenario de combate ideológico y democrático
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Pero bueno, tal vez lo mejor que le ha dejado Uribe al país es haber sacado a la gente a la calle. Durante el Siglo XX las movilizaciones sociales se acabaron gracias a las detenciones arbitrarias y a las desapariciones orquestadas por grupos paramilitares u organismos policías como el F2, tan asquerosos como el propio Esmad. Esta nueva generación, harta de las imposiciones del uribismo, ha decidido tomarse las calles y convertirlas –muy a pesar de la policía- en un escenario de combate ideológico y democrático. Si, como Chávez, su némesis, Uribe sacó a la gente a las avenidas colombianas no solo para respaldarlo sino para repudiarlo. En ese sentido la deuda de Colombia con el Presidente Eterno será eterna: nos puso a pensar políticamente, sobre todo a las nuevas generaciones que no lo quieren ni nombrar.
El líder más importante del siglo XXI sigue siendo importante, incluso ahora que va cuesta abajo en su rodada, ahora que su nombre espanta votantes. Es el nombre que más se escucha en las arengas de los estudiantes, es el que más aparece en las pancartas y en redes sociales. A casi veinte años de su ascensión comprobamos que Uribe fue un mal necesario, fue el catalizador de una generación políticamente correcta que cree y ejerce sus derechos, una generación asqueada de las masacres, de las injusticias, de la desigualdad, una generación que no está dispuesta a ganarse un salario mínimo raquítico y a no pensionarse, una generación inquieta intelectualmente y que está lejos de los burros de trabajo que adoraban a su líder hace una década cuando les decía que el único camino al éxito era trabajar, trabajar y trabajar.
Gracias al orgullo de Álvaro Uribe, quien en algún momento se creyó eterno, invencible, es que en Colombia jamás aceptaremos dictaduras. Su prepotencia, su terquedad, hizo que cientos de miles de jóvenes se pusieran la camiseta y salieran a la calle a decirle No más.