Lo que Chepito me enseñó y él nunca supo
Opinión

Lo que Chepito me enseñó y él nunca supo

Chepito siempre quiso cuidar un colegio, mi colegio, y sin saber me ayudó a responder la pregunta de Watts: ¿Qué harías de tu vida si el dinero no importara?

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mayo 25, 2024
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La verdad, está en los ojos de quien la mira; la felicidad, en el corazón de quien la siente; y la riqueza, en la abundancia interior de quien la cultiva. Esta frase de comienzo de columna me la inspiró Chepito, el cuidandero del colegio donde llegamos a estudiar cuando trasladaron a mi papá a Santander. Me acordé de él por estos días, porque estudiando sobre las tres preguntas que uno debe hacerse para estructurar y replantear sus proyectos, llegó el tema del dinero.

No voy a ahondar en si crecimos condenando a los ricos porque serlo significaba que habían hecho algo malo, o si estábamos convencidos de que ser adinerado traía desgracias, o esa visión romántica inútil de que “el dinero no lo es todo” porque yo creo que no será todo, pero sí que soluciona mucho. ¿Pero por qué me acordé de Chepito? Porque en una de las descripciones de las tres preguntas sobre las que les mencioné al comienzo, apareció el famoso discurso del filósofo zen británico Alan Watts titulado con la pregunta: ¿Qué harías de tu vida si el dinero no importara? Lo dijo en la universidad frente a sus estudiantes que respondieron con todas esas actividades, oficios, hobbies y demás que todos los papás dicen que no dan plata: pintar, bailar, cantar, cocinar, montar a caballo, en fin… todo lo que genera estrés familiar cuando llega ese momento. Y adivinen qué: Chepito siempre quiso cuidar un colegio.

Chepito era un hombre alegre, de estatura mediana, trigueño, de pelo negro y ojos café claro, de acento golpeado como buen santandereano, muy servicial, tranquilo y -como decía mi mamá- más bueno que el pan. Estaba casado con Vicenta, una mujer dulce y extraordinaria, y tenían dos hijos de nuestra edad -entre diez y siete años- que estudiaban con nosotros invitados por la dueña del plantel. Con el tiempo, Chepito se volvió parte de la familia. Nos alcanzaba la lonchera que le entregaba mi mamá cuando a mis hermanos o a mí se nos quedaba, nos molía el maíz amarillo para las arepas santandereanas que nosotros, bogotanos recién llegados, comíamos fascinados con chocolate, queso y huevos pericos, cada domingo que hacíamos el desayuno con mi papá. Cómo olvidar el mute santandereano que me enseñó a hacer Chepito y la forma tan particular con la que emborrachaba y correteaba el pavo que mi papá compraba con tres meses de anticipación, para la cena de año nuevo, en mi casa, cada 31 de diciembre, mientras vivimos en esa tierra que nos acogió con tanto cariño.


Cómo olvidar el mute santandereano que me enseñó a hacer Chepito y la forma tan particular con la que emborrachaba y correteaba el pavo que mi papá compraba con tres meses de anticipación, para la cena de año nuevo


Mi mamá iba con nosotros en las tardes a su casa y les llevaba cariñitos, como les decía; pero lo que a ella más le gustaba era irse de vez en cuando a pasar un rato en la tarde a hablar con ellos, tomarse un tinto y escuchar las historias de abundancia más increíbles de unos seres humanos que a los ojos de todos eran muy pobres. A mí el plan me parecía delicioso porque aunque era una casa muy sencilla y con las cosas que ellos consideraban suficientes -así lo decían-, se sentían una alegría y una energía deliciosas. Es que no se necesitaba más; todo era tan sencillo y tan bonito a la vez. Un día le pregunté a mi mamá, que por qué le gustaba ir a hablar con ellos. Me dijo: “es un hogar ejemplar, lleno de amor, lleno de generosidad, de respeto y de servicio a los demás. ¿Has visto la educación de esos niños? Y no exigen, sencillamente agradecen”. De inmediato le contesté: “pero es que son muy pobres”. “Depende de en qué los quieres ver pobres”, me contestó y entendí de la otra abundancia. Chepito no era de muchas palabras, pero siempre hablaba con gratitud por cada cosa que tenía y decía con mucho orgullo: “Es que tengo todo lo que necesito: a mi esposa, a mis hijos y esta casita que con tanto esfuerzo hemos conseguido y es bien linda”. “Pero nos falta la niña”, le dijo Vicenta. A lo que él respondió: “Dios proveerá”. Ella, que tenía una muñeca a la que arreglaba y decía que esa era su niña; unos pocos años después la vida la premió con sus mellizas; entonces ya fueron seis.

Me nutre recordar esta historia porque me recuerda que la abundancia está en nosotros, en nuestro interior, en nuestra gratitud y el dinero es sencillamente el reflejo de ese espíritu que nos acompaña cuando la riqueza va más allá de lo mundano. Alan Watts decía: “olvídate del dinero, porque si piensas que lo más importante es tenerlo, vas a perder el tiempo el resto de tu vida. Vas a tener que hacer cosas que no te gustan para mantenerte. Eso significa tener una vida de hacer cosas que no te gustan, que es estúpido.” Es que hay que hacer lo que a uno le apasione, sin priorizar el dinero; soy una convencida de que el dinero llega por añadidura, sobre todo cuando se sirve a los demás. Watts agregó en su discurso que no importaba lo que se escogiera, con tal de que se hiciera bien hecho, y yo creo que Chepito fue el mejor cuidandero de colegio “de todo el mundo mundial”. Un abrazo para él y su familia, donde quiera que se encuentren, y toda mi gratitud porque recordarlo me hizo caer en cuenta de que era uno de mis grandes mentores de la riqueza que nos provee la abundancia que albergamos en el interior de nuestro espíritu. Eso fue lo que Chepito me enseñó y él nunca supo.

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