Conocí a la madre de Carlos Centeno mucho antes que a Gabriel García Márquez. La vi en el vagón de tercera clase. Viajaba pegada al espaldar recto de la silla, sostenía una cartera de charol desconchado y le ordenaba a una niña de doce años cerrar las ventanas para evitar que el pelo se le llenara de carbón. Viajé con ella y con su silencio por caseríos ardientes cercados por plantaciones de banano. A punto de descender en un pueblo seco y sediento la oí advertir que allí no podrían beber ni llorar. La seguí por las calles solitarias hasta la casa parroquial donde un cura somnoliento quiso saber cuál tumba buscaba. La escuché responder: la de Carlos Centeno. Y segundos después, agregar: el ladrón que mataron aquí la semana pasada. Yo soy su madre.
Frecuenté tantas veces a esta mujer que empecé a considerarla familiar. Comenzaba la década del 80 y yo vivía al pie de un páramo de la cordillera central de los Andes colombianos. En los pueblos fríos, donde la neblina arropa las casas desde antes del atardecer, las noches son largas, silenciosas y enigmáticas; y tal vez por esas características son también propicias para la fabulación. Volví a la mujer del vestido negro cortado como una sotana y a la niña que celaba un ramo de flores casi todas las noches. Permanecí muchas horas en los recodos de esa historia, que ocupaba apenas un rincón de Los Funerales de la Mama Grande, sin pasar la página. Me perdí en La siesta del martes sin saber que tan pocas páginas eran mi impronta ética y estética.
El 21 de octubre de 1982 la magia con los Centeno se rompió cuando la profesora de español dijo ante diecisiete niñas que Gabriel García Márquez era el nuevo Premio Nobel de Literatura. Un día después escuché la voz arrulladora del escritor por la radio y lo vi en la pantalla deslucida del televisor. García Márquez me cegó de repente ante la madre de Carlos Centeno. Me fui detrás de él y de su mano llegué a Macondo, un universo desmesurado creado apenas con palabras. De la fascinación por el poder de la escritura para fijar la complejidad tal y como me la dejó ver García Márquez, no pude escapar jamás. El jueves pasado, cuando supe de su muerte, sentí que la tierra se hundía debajo de mis pies. Tal vez me supe huérfana porque la epifanía del lenguaje propio es el primer paso para hallarnos en el laberinto que somos y él, García Márquez, iluminó un camino por el que cientos de jóvenes de América Latina decidimos echar a andar.
La siesta del martes se convirtió para mí en un territorio de búsquedas intensas. No solo era un pañuelo que en cada pliegue escondía la potencia de sus personajes, la trama de una historia abierta, la contundencia de un lenguaje que acariciaba o golpeaba; ese cuento era desgarrador y compasivo como es, a veces, la vida misma. Con ese descubrimiento, la fascinación por la escritura como fin dejó su lugar a una perturbación que no cesa, a una inquietud que se mantiene en vilo, a un aguijón que obliga a estar en pie. La preocupación por la belleza del estilo entró en reposo y se avivó una inquietud de otro talante: tener algo para decir. Y solo entonces, al tener algo para decir, tal y como lo aprendí de García Márquez aunque él jamás me lo enseñó, hacer los mayores esfuerzos para convertir ese qué en un relato memorable.