Ahora que de nuevo corren las multitudes por las calles, con tapabocas mal puestos y quizá con uno que otro carné de vacunación falso entre los magros pesos para comprar, comprar, comprar más allá de lo que dictan deseo y necesidad, pienso en la retórica de los mensajes navideños.
Me asalta un modo de lenguaje especialmente, aquel institucionalizado con frialdad antiquísima por las tarjetas navideñas laborales: "Que esta Navidad sea un motivo"; "Deseando que las Fiestas de Fin de Año..."; "Celebrar la Navidad en Familia es..."; "Que la Paz y la Felicidad de esta Hermosa Época..."; "Merry Christmas..." (Y me sorprende que por primera vez, al intentar escribir esta frase, no haya tenido que recurrir al buscador de Google para recordar su enrevesada sintaxis).
Las mayúsculas corren como mayúscula parece ser la ruina del lenguaje a fin de año; como si en aquella musculatura de la letra se escondiera la pequeñez de una voz que claudica en la falsa adulación de un otro al que además en la tarjeta se le quiere endulzar con imágenes del invierno estacional, bastante impropias de nuestra bipolaridad climática de lluvia y sequía: guirnaldas y coronas con pino y estalactitas, amén del muérdago de plástico; renos y nieve escarchada (en tantas cantidades que uno siente cómo salta a los ojos y embadurnan la cara); doradas bandejas y doradas champañas que contrasta con la realidad del aguardiente, el sabajón y la cerveza tibia servidas en la mesa colombiana, al real, donde proliferan las viandas familiares (lechón, tamal, arroces variopintos...) o donde acampan el hambre en forma de cualquier carne fría.
Creo que en ninguna otra época del año se expresa tanto la automatización y el desgonce del lenguaje como en la Navidad. Y esto quizá porque detrás del "Felices Fiestas" palpita una invocación a la uniformidad, a la ausencia de contradicción social, al jolgorio colectivo que alivia el dolor de la singularidad y nos diluye en el mullido y confortable sillón donde se sienta la multitud a reír o del cual salta a bailar y a gritar "¡Feliz Navidad y Próspero Año Nuevo!".
La borrachera colectiva trae un mañana de resaca donde nadie quiere hablar o donde la palabra se desborda sin que en verdad diga nada. Sin que apremie el trabajo del sentido, porque bien sabemos que a pesar de otra Navidad y de otro Año Nuevo, el mundo seguirá girando, engendrando vidas y llevándose otras, y así.
También está el hecho rotundo de que todo lenguaje de tarjeta navideña termina obliterado por el madrazo o el insulto del borracho o la borracha que siempre aparece en la escena de la Nochebuena para saldar cuentas con algún familiar o algún vecino enquistado en el corazón del resentimiento.
Ciertos mensajes navideños me recuerdan la vigencia de una frase del poeta y ensayista venezolano Eugenio Montejo, dicha a través de su heterónimo Blas Coll: "El silencio es una piedra que debemos pulir todos los días de nuestra vida".