Esta experiencia iba a ser sólo la de dos colombianos más que querían apoyar con su presencia un evento, pero terminó siendo una experiencia alrededor del mismo… y la cuento desde esa perspectiva.
El sábado 10 de diciembre se llevó a cabo en Oslo (Noruega) la entrega del Premio Nobel de la Paz 2016 al presidente de Colombia, Juan Manuel Santos. En su momento, yo expresé mi tendencia al SÍ al acuerdo de paz y, a pesar de que ganó el NO, al conocer sobre el Premio Nobel, lo primero que hice fue ver el video en que se anunciaba al ganador, para entender los argumentos del Comité del Nobel para entregárselo a él. Me parecieron unos argumentos claros y coherentes. No soy “hincha” de Santos, ni de ningún político. Pienso que casi todos son iguales: una vez en el poder harán lo que tengan que hacer para conservarlo, y siempre habrá favorecidos y afectados por sus decisiones. Y sus detractores harán y dirán lo que tengan que hacer y decir para quitarles el poder, y convertirse en los que tienen el poder… y volver a repetir la historia. Mi voto es siempre para el que me parezca menos cuestionable. Pero le abono a Santos que bajo su gestión, la guerrilla de las FARC-EP aceptó sentarse a negociar y se alcanzó el acuerdo. Cómo se implemente y lo que ocurra de ahí en adelante está por verse… pero creo que este ha sido un gran primer paso.
Me alegré por el Nobel (porque yo me alegro por las cosas que puedan generar bienestar, como es que el presidente haya decidido donar el dinero) y escribí un post en mi muro de facebook: Este premio es para los que votaron SI y los que votaron NO deseando que el proceso continúe…” Pero lo que acabó de convencerme de la importancia del acuerdo y del Premio en sí, fue el nudo que se me hizo en la garganta cuando supe que muchas víctimas y familiares de víctimas de la guerrilla en todo el territorio nacional habían votado SI, con las esperanzas puestas en el fin de un conflicto que muchos colombianos hemos vivido sólo de lejos.
El recuerdo de ese nudo en la garganta fue el que me llevó a Oslo el pasado fin de semana, con el apoyo y compañía de mi hermano Carlos Camargo, con quien aparte de un gran amor fraternal comparto un poco de su gran locura y similar ideología: la ideología de celebrar la paz y la vida.
Nos fuimos así: espontáneos, sin invitaciones a nada, sin conocer a nadie allí, sin mayores expectativas, con dinero y a un buen hotel (porque trabajamos, nos gusta la buena vida y Oslo es una ciudad costosa), yo más elegante (porque soy así en invierno… y porque sé que los nórdicos son elegantes), mi hermano informal total (porque él es así en cualquier época del año… que si no hubiera hecho frío hasta se había ido en chanclas). Como si fuéramos a apoyar a la Selección, nos llevamos una bandera de Colombia en la maleta y nuestro sentir y orgullo colombianos en el alma y en las venas.
Una vez allí, a pesar de los propósitos altruistas de nuestro viaje, desde las 5 de la noche del viernes (porque en Oslo a esa hora ya es de noche) mi hermano y yo decidimos empezar tres de nuestras actividades favoritas (hacer tour por los mejores bares, tomar cerveza y echar carreta) en el bar del Grand Hotel, que era el mismo hotel donde se hospedaba el presidente Santos y la comitiva colombiana, además de personalidades de otros países (Conan O’Brien!). No sé en qué momento de nuestra cháchara, sentados junto a la barra, se hicieron a nuestro lado unos hombres importantes y conocidos, parte de la “aristocracia” cultural y política de nuestro país: Humberto de la Calle Lombana, Julio Sánchez Cristo y Enrique Santos Calderón (tampoco es para sorprender que algo así suceda.. si estás en el Grand Hotel). Y mi hermano, con su conocido estilo campechano, aderezado como de un fulgor de adolescente que estuviese viendo a Justin Bieber, fue y le dijo a Julio Sánchez Cristo que él era un fiel oyente suyo en Suiza (que es donde vive mi hermano) y me lo presentó como el mejor DJ de Colombia (que no se ofenda nadie), a lo cual Julio Sánchez Cristo, con toda la simpatía y el carisma que son posibles allá en las alturas donde él se mueve, nos dio las gracias y, palabras más palabras menos, le dijo a mi hermano que ojalá lo siguiera escuchando. Como yo al que tenía al lado era a Humberto de la Calle, fingí que no lo conocía y le puse charla, le pregunté quién era y él, como un modesto señor cualquiera, con una amabilidad genuina, me dijo que era ayudante del DJ.
Mientras tanto, también cerca de donde estábamos, una periodista estaba entrevistando a Ingrid Betancourt para una cadena de televisión de Colombia. Yo reconocí a la periodista: Karla Arcila. 21 años después seguía siendo muy parecida a cuando tenía 15 años y yo era su profesora de inglés (una profesora muy joven) en el colegio Sagrado Corazón Valle del Líli en Cali. La saludé, estuvimos charlando, nos tomamos fotos y me presentó a algunas personas (y personalidades) que había alrededor. Pasaron varias horas y mi hermano y yo seguiamos allí, charlando, haciendo bromas si se daba el caso, con gente de todo tipo (el director de El Tiempo, el general Maldonado, los barman de la barra.. y hasta los guardaespaldas y personal de seguridad que estaban apostados por todas partes, dentro y fuera del hotel).
De todas formas, he de decir que el ambiente era de mucha tranquilidad y respeto, con el ruido apenas suficiente que permiten los decibelios noruegos. Y mi hermano y yo, a pesar de nuestro vibrante sentido del humor y continuo chisporroteo, nos comportamos lo mejor posible para estar a la altura del lugar y del momento. Para no desvelar a los "infiltrados" que en realidad éramos, esa noche nos tomamos pocas fotos: una los dos solos cuando aún no había aparecido parte de la comitiva presidencial, otra que me hice con mi antigua alumna Karla y una que se hizo mi hermano con Julio Sánchez Cristo.
El sábado estuvimos de nuevo en el lobby del hotel, antes de la ceremonia de entrega del Nobel, después de la ceremonia, toda la tarde antes de la salida del presidente al balcón, dentro del cordón de seguridad con la comitiva del presidente, después de la salida al balcón, y en la noche antes y después del banquete (al príncipe Haakon… lo ví de lejos). Y en esas idas y venidas, en la tarde del mismo sábado conocimos allí mismo en el hotel a otros 8 colombianos como nosotros: colombianos que vivimos en Europa, que fuimos allí por solidaridad y por convicción, que añoramos nuestro pasado, nuestra familia y lo bueno de nuestro país, que conservamos la ilusión porque ese acuerdo llegue a ser una realidad y quienes viven en Colombia puedan algún dia conocer lo que nosotros disfrutamos por aquí: vivir con seguridad y en paz. Nos juntamos como si fuéramos viejos conocidos, amigos del alma; bebimos, charlamos, contamos historias, nos reímos, nos pusimos serios, nos volvimos a reír, nos mezclamos y conversamos con algunos de los invitados a los eventos, y nos tomamos muchas fotos.
De esa incursión efímera de "dos patos en el lago de los cisnes" me quedo con lo que me dejó encantada en algunos momentos: la elocuencia y perspicacia de Enrique Santos Calderón, la caballerosidad de Humberto de la Calle Lombana, la cara del interesante Roberto Pombo cuando lo llamé "el hombre del tiempo", el don de gentes y la humildad de Alan Jara, la paz que transmite la sencillez de Clara Rojas, la elegancia y la cortesía con que nos trató Tutina -la primera dama , y la sorpresa que nos dio el presidente Santos cuando se alejó de su cerco de guardaespaldas para acercarse a ese alboroto que formamos los 10 “extras” colombianos para tomarnos las fotos. Y más que encantada, quedé admirada y agradecida por la amabilidad y el respeto con que nos trataron y conversaron con nosotros los guardaespaldas y jefes de seguridad del presidente, la primera dama y su séquito.
Fuera del hotel el ambiente no era para menos: en la calle, en tiendas y en restaurantes, cuando mi hermano y yo decíamos que éramos de Colombia, la gente nos saludaba y nos deseaba la paz para nuestro país. Algunos pedían hacerse fotos con nosotros y el dueño de un restaurante hasta nos grabó en un video.
Roce social, anécdotas, charlas y fotos aparte, no puedo dejar de mencionar a una persona a la que apenas ví dos breves momentos. Leyner Palacios. Iba con el grupo de las otras víctimas de la guerrilla, los homenajeados en el acontecimiento. Leyner se veía sereno, pero yo diría que al mismo tiempo con una chispa de luz en sus ojos. De todas formas, lo ví y recordé porque era que yo estaba allí: por el nudo que se me hizo de nuevo en la garganta, cuando pensé en sus 32 familiares asesinados al mismo tiempo, el 2 de mayo de 2002 en Bojayá.
Aqui la narración de mi experiencia llega a su fin, pero no quiero acabarla sin decir que creo que los que desprecian este Nobel quizá tienen razón: ojalá nunca se lo hubieran otorgado al presidente Santos!... ojalá yo nunca hubiera estado en Oslo por ese motivo... ojalá no hubiera existido ocasión de tomar esas fotos... ojalá para Alan Jara el número siete no tuviera ningún significado... ojalá a Leyner Palacios no lo conociera nadie, ni al nombre de su pueblo... ojalá tantas cosas... porque estoy convencida que este Premio Nobel de la Paz sí fue comprado, y el precio que se pagó por el fue demasiado caro: 52 ańos de sangre y lágrimas de más de 220 mil colombianos.