“Lo han matado, lo ha matado”: muerte del beato Pedro María Ramírez

“Lo han matado, lo ha matado”: muerte del beato Pedro María Ramírez

El Mártir de Armero fue asesinado el 9 de abril de 1948 por negarse a huir de la ciudad. Un breve relato sobre ese día

Por: Armando Moreno Sandoval
agosto 31, 2017
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“Lo han matado, lo ha matado”: muerte del beato Pedro María Ramírez

En Armero (Tolima) alrededor de las 4:00 de la tarde del 10 de abril de 1948 la iglesia de San Lorenzo y el parque de Los Fundadores seguían sitiadas por la multitud.

El alcalde Evencio Martínez Bolívar resguardándose tras un árbol de almendrón pensó en la reunión que había tenido momentos antes con los “notables” del pueblo, pues de nada habían servido las estrategias que habían acordado para controlar los desmanes. Intuyó que en la calle 11, conocida como el pabellón del comercio, se estaba convirtiendo en un río humano ruidoso a punto de desbordarse.

Clímaco Galindo Iriarte, su secretario, había salido hacia el Almacén Chileno y desde allí escuchaba el ritmo del tiroteo. Observó cómo desde la entrañas de la iglesia un tumulto salía a volandas gritando:

— ¡Rodeeen la manzanaaaaaaaaaa! ¡rodeeen la manzanaaaaaaaaaa! ¡busquemoooooooos a los conservaaaaaaaaaaaadores…!

Al llegar a la esquina del almacén de David Jassir, calle 11 con carrera 15, escuchó la detonación de dos disparos que ahogaba las voces que de nuevo pedían rodear la manzana.

Entretanto el boticario Aguirre que se hallaba en la calle 11, a unos cincuenta metros del almacén de David Jassir, le causó curiosidad al sentir que por espacio de unos diez minutos habían cesado las detonaciones y el tiroteo. Algunos murmuraban que se les había acabado la munición a quienes estaban en la iglesia. Al dirigir la mirada hacia el parque alcanzó a percibir que casi a mitad de la cuadra de la puerta del restaurante de la familia, Torres el párroco Pedro María Ramírez salía en actitud pasiva, con los brazos caídos, la cabeza agachada, con un caminar despacioso y como si le fuere indiferente lo que estaba aconteciendo.

El boticario Aguirre no pudo identificar quién lo llevaba. Otros dijeron que salió escoltado por dos individuos. No faltaron quienes dijeron haberlo visto salir y andar solo hasta el parque.

El secretario del Juzgado del Trabajo, Trino Díaz Díaz, aseguró que quien lo llevaba hacia el parque  era Camilo Leal Bocanegra conocido como Mano ñeque. Describió que lo llevaba agarrado del brazo derecho y que de su mano derecha colgaba un machete al descubierto.

Un gentío blandiendo los machetes fue al encuentro del párroco. Lo rodearon y le dijeron toda clase de improperios. El párroco agitó sus brazos pidiendo tranquilidad y calma. La algarabía y el griterío eran ensordecedores. Mientras tanto, el filo de los machetes cortaba el viento tenue de la tarde.

El círculo que lo rodeó avanzó acompasado con el andar del párroco. Al llegar a la segunda puerta donde prácticamente terminaba el restaurante de los Torres, el boticario Aguirre alcanzó a escuchar una voz que desde la esquina del parque gritaba:

— ¡Vieneeeeeeee el cura, cojánlooooooo!— El gentío seguía blandiendo los machetes.

— Curaaaaa hijo de putaaaaaaa…!—, escuchó el boticario que le gritaban en coro desde el parque.

Los machetes, los pedazos de madera y los brazos en alto impedían ver al párroco. Brazos salidos de las entrañas de la multitud se encargaron de llevarlo hasta el almacén de David Jassir. Poco antes de llegar al almacén el gentío aumentó en número. Llegó con los brazos en alto. En medio de las voces acaloradas alcanzó a decir:

— Estoy con ustedes hermanos míos.

Cuatro brazos le rodeaban la cintura. Observó que la multitud apostada en el parque estaba enfurecida. La inmensa mayoría estaba armada. Sus machetes sin cubiertas resplandecían desafiantes en el ocaso de la tarde. Miró alrededor del parque. Al girar el cuerpo hacia la iglesia y la casa cural, escuchó una voz increpándole:

— Padre, con que usted quería acabar con toda esa humanidad.

Era el comerciante Martín Chaparro Herrera quien al verlo venir había pensado que lo llevaban para la cárcel. El párroco en medio del griterío le contestó:

—Yo soy inocente de todo.

Replicándole le dijo:

—Vi salir mucha bala y bombas de la iglesia.

Sin detenerse el párroco movió los labios diciéndole:

—Perdóname, soy inocente.

—Está muy bien padre, que le vaya muy bien — respondió el comerciante dejándolo con una mirada que se perdía en el horizonte.

Trino Díaz, secretario del Juzgado del Trabajo, observó cuando la multitud en una actitud amenazante, blandiendo sus machetes al aire, rodeó de nuevo al sacerdote. Previendo un posible peligro se enfrentó a la multitud con la única arma que tenía: las palabras. Les gritó en varias ocasiones que se fijaran que era un sacerdote. También les dijo:

—Por favor, no lo ultrajen.

Cuando intentó de nuevo llamar la atención escuchó que a sus espaldas una voz en tono bajo lo increpaba:

—Estos hijos de puta godos son los primeros en estar jodiendo.

Al pensar que su vida podía correr peligro, optó por el silencio.

El comerciante Martín Chaparro Herrera que seguía expectante de lo que estaba ocurriendo diría que, de un momento a otro, y en un cerrar de ojos, la multitud arremolinada se abalanzó sobre el cuerpo del párroco.

Se formó una tremolina sobre él y le daban empujones y plan con machetes y peinillas.

Un hombre de mediana estatura, desdentado, malacaroso y sucio sujetó al párroco por el brazo izquierdo. Pero un empellón de un hombre grandulón de tez morena le quitó al párroco lanzándolo hacia al centro del cruce de la carrera 11 con la calle del parque.

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El comerciante Chaparro Herrera se hallaba escasamente a diez metros del párroco Ramírez. Fue testigo del ultraje de la voz que en medio del griterío le arrió la madre diciéndole:

—Maten a ese hijo de puta.

Incrédulo de lo que escuchaba y veía, la perplejidad lo obnubiló al ver a su vecino de más de diez años, Alonso Cruz Ayala, vendedor de yucas y hacedor de atarrayas, acatar la orden: “maten a ese hijo de puta”. Lo vio abrirse a codazos entre el tumulto. Un frío le recorrió por el cuerpo al verlo levantar el machete y tirarle por detrás a la cabeza del párroco

— Pero lo cierto fue que de ese golpe el cura se fue al suelo. El cura no se había caído de los demás golpes que le daban. Lo vi perfectamente.

Tras el planazo propinado por el hacedor de atarrayas la multitud siguió tras el párroco. Lo empujaban al grito de “¡cura godo!”. Trastabillaba en su andar. Al querer enderezar el cuerpo, el plan de un machete dibujó una parábola que terminó estrellándose en la espalda. Un coro de voces inconforme con los planazos a gritos decía.

— ¡Denle por el filo a ese cura hijo de puta!

Cuando las voces se desvanecieron, unos segundos de silencio recorrieron el cruce de las calles. El párroco estaba por llegar a la esquina del parque. Un grupo iracundo apostado en la esquina del parque salió a su encuentro. Entretanto, confundido entre la multitud, un hombre de unos 29 años de edad, más o menos, bajito, delgado y caridelgadito animaba el coro de voces pidiendo:

—¡Denle por el filo a ese cura hijo de puta!

Acatando la orden, el filo del machete salió volando del grupo que iba tras él llevándolo a empellones. El albañil Octavio Munévar estaba a escasos ocho metros:

—Vi que el primer machetazo se lo pegó un albañil de apellido [José Yesid] Chavarro. La parte del cuerpo que recibió el primer machetazo fue al pie de la oreja izquierda.

El filo había rozado el lado izquierdo del occipital cortando la oreja del párroco. Las gafas rodaron por el pavimento. Al intentar alzarlas, los brazos de la multitud, de nuevo, lo empujaron hacia la esquina del parque. La sangre a borbollones resbalaba por su cuerpo. Una estela de pozos de sangre empezaba a dibujar el camino de un andar lento y pesado.

Nicolás Izquierdo Cortés presenció la llegada del párroco a la esquina del parque. Lo vio llegar tres pasos por delante del grupo que lo escoltaba. Trepado en una de las bancas del parque pudo ver cómo se protegía con las manos de los garrotazos que le asestaban con pedazos de leños los brazos enfurecidos. Le alcanzó a escuchar cuando les dijo al grupo que se hallaba en el andén del parque:

— Perdón...

No habían transcurrido cuatro minutos cuando el grupo al cual le había concedido el perdón se  le abalanzó con varillas y machetes. Pero al poner el pie sobre el andén del parque un hombre de piel morena, alto, delgadón, vestido de pantalón negro y sin sombrero, levantaba su brazo derecho por el aire asestándole un segundo machetazo. Mientras yacía bocabajo un fuerte vozarrón salido de las entrañas de la multitud decía entre rabia y venganza:

— Déjelo que sufra despacio ese hijo de puta, que las está pagando.

Otro grupo que estaba expectante se le abalanzó; demasiadas caras con machete en mano le tiraban al párroco. El tumulto les impidió a los agentes de policía ver si era por el filo o por el plan.

El agente Carlos Arturo Rozo se acercó al tumulto diciendo “cuidado con el párroco”. Nadie lo escuchó.

—Cual más se le abalanzaba encima de él— diría el agente Rozo.

El albañil Octavio Munévar aseveró no haber visto a nadie meterse a impedir que le pegaran al párroco.

Un comerciante antioqueño llegado del municipio de Andes, Horacio Ochoa Uribe, que  vio llevar a empujones al párroco hasta el borde del parque, fue testigo cuando el gentío corría diciendo a todo pulmón:

—¡Mátenlooooooooo…! ¡Mátenloooooooo!.

Según el comerciante, no estaba cerca, pero desde el lugar donde se hallaba escuchaba perfectamente.

Munévar aseguró que cuando se estaba quejando del segundo machetazo, y en el mismo instante que la muchedumbre gritaba ¡Mátenloooooo!, y después de un intervalo de 5 minutos, Arturo Giraldo, ayudante de carros y por sobrenombre El Loco, se le abalanzó con el machete. El filo cortó el aire en dirección a la cabeza del párroco. El secretario de la alcaldía que seguía atento a los hechos pudo ver el filo del machete incrustarse en el cráneo del párroco.

Tras el tercer machetazo otro grito de venganza retumbó entre los árboles del parque:

—Denle que así era que lo queríamos ver morir.

Al desgonzarse el párroco, Trino Díaz, secretario del Juzgado del Trabajo, se llevó las manos a la cara mirando entre los dedos. Luego hizo un gesto de estupefacción. Impresionado de lo que acaba de ver le dio la espalda a la multitud. Huyó. Al encontrarse solo contuvo la respiración por un momento.

Luego respiró profundamente y sin darse cuenta quién podría estar escuchándolo, entre sollozos y rabia, dijo:

—Por Dios yo no sirvo para mirar esa clase de asesinatos, favorézcanos Virgen santísima.

Inconforme con la actitud que asumía, el agente Rozo se abrió paso entre la multitud. Cuando logró llegar hasta el párroco vio que estaba en el suelo expirando.

—Alcancé a ver una herida en el cerebro y botaba mucha sangre— diría el agente.

Otro policía que llegó fue Carlos Alberto Valencia. Esa tarde estaba de guardia en la desmotadora por orden del comandante del cuartel. Al escuchar los disparos, supuso que venían por los lados del parque. Eran pasadas las 4:00 de la tarde. En compañía del agente Pedro N. Hernández hizo su arribo al parque por la esquina de la alcaldía. Llegaron jadeando. Gotas de sudor rodaban por sus mejillas.

Al ver al párroco y el tumulto con machetes y escopetas  salieron corriendo con el fin de intervenir.

—Fue inútil —diría Valencia— porque cuando llegué, ya encontré al señor cura agonizando.

Al querer socorrerlo un hombre acuerpado con machete en mano le increpó con furia:

—¡Detente!

Un segundo intento por socorrer al párroco vendría de los agentes Valencia y Rozo. Al intentarlo la muchedumbre se les cruzó mostrándoles el filo de los machetes.

—No se metan si no quieren morir como murió ese pícaro— dijo una voz.

El policía Desiderio Sánchez, quien tras un ataque verbal de un enfurecido llamándole inútil había preferido refugiarse en el Restaurante Chino, no soportó las afrentas al párroco. Corrió hacia el tumulto cuando vio al párroco cercado por un círculo.

—Ese acontecimiento fue tan rápido que no tuve lugar o no me dieron lugar para evitar su muerte—, diría luego como cargando un sentimiento de culpa.

Aunque el cuerpo del párroco yacía en el andén del parque, el tiroteo y el estallido de las bombas no dejaban de cesar.

El cuerpo boca abajo del párroco, la mano estirada y la pierna encogida daba la sensación de que estaba muerto. Cuando alguien quiso preguntar lo que la gente suponía, un grupillo de hombres al trote sudorosos y descamisados coreaban en voz alta:

—¡Lo han matado… lo han matado!

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(*) Tomado del libro: Sangre en el parque. La muerte del párroco Pedro María Ramírez. Armero 9 de abril de 1948, Ediciones Periódico El Puente, 2017, pp: 64-72

Créditos fotografías:

Cortesía: Instituto Pedro María Ramírez. La Plata (Huila)

 Párroco Pedro María Ramírez

Croquis - Cortesía: Biblioteca Rafael Parga Cortes de la Universidad del Tolima

 

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