Veinte años atrás tuve mi primer trabajo, era auxiliar de soporte técnico y mi función era ayudar con la instalación de software y limpieza de computadores en la empresa que me contrató. En el equipo trabajábamos ocho personas, de las cuales solo dos éramos mujeres. Tania, mi nueva compañera, llevaba un par de años más que yo en la empresa. Ella, tan pronto pudo, me puso al tanto de lo que sucedería, me dijo: "Ojo con este, seguro te va a echar los perros. ¡Cuidado!, es un mentiroso empedernido. Este otro tal vez haga lo mismo, lo hace de vez en cuando. Los demás están casados así que no intentarán nada, pero seguro harán uno que otro comentario de vez en cuando. Eso sí, que quede claro, que todos son muy buenas personas, ninguno te va hacer daño, solo vas a tener que saber cómo manejar la situación".
Efectivamente, durante los dos años y medio que trabajé con ellos tal situación se presentó una y otra vez. El que me echaba los perros inventándose cuentos rarísimos, el que de vez en cuando se acercaba esperando algo más que una conversación entre amigos. Y por supuesto, los comentarios sobre mí, sobre mi compañera y sobre otras mujeres que conocían; todas nosotras éramos clasificadas en sus charlas como “las que están buenas”, “las que aguantan”, “las que no”, etc. Eso sí, no lo puedo negar, todos eran muy buenas personas.
Tiempo después, cuando era estudiante de pregrado, trabajé como asistente de investigación y mi jefe era un reconocido académico. Él, cada vez que me saludaba o se despedía de mí, me daba un beso casi en la boca. Esto no pasó una o dos veces, sino durante mucho tiempo, lo cual implica, creo yo, que lo hacía de manera consciente. Mis compañeras, que se daban cuenta de la situación, no optaron por el silencio cómplice, sino por la burla cómplice. Por supuesto, no se burlaban de él, sino de mí. Obvio, no podía ser de otra manera, él era el jefe distinguido, respetado, admirado por mucha gente, además de ser una muy buena persona. Y bueno, finalmente, esa situación nunca pasó de ahí, solo era el incómodo beso que me hacía objeto de risa por parte de mis compañeras. Al inicio esto era molesto por la conducta de mi jefe, luego lo era también por los comentarios que mis colegas hacían. Resultaba tan humillante la situación que, al final, prefería que si iba a pasar por lo menos nadie más se diera cuenta.
Quiero hacer aquí una muy breve reflexión sobre estas dos experiencias, pues en ellas se ponen al descubierto dos aspectos casi invisibles respecto de las situaciones incómodas que se presentan en el ámbito laboral y que pueden desembocar en graves casos de acoso. La primera de ellas es que un acosador no es siempre un sujeto pervertido, mala gente, abyecto y desagradable. No, un acosador también puede ser un tipo “buena gente”. Con esto me refiero a que, en una sociedad patriarcal, los hombres tienden a pensar que este tipo de conductas son normales. El masaje en el hombro, el beso andeniado, los comentarios de naturaleza sexual, etc., para la mayoría de los hombres, son inofensivos. Son como una especie de privilegio masculino del cual siempre hacen uso, sin importar la incomodidad que les genere a las personas sobre las que recaen esas acciones.
Por otro lado están las mujeres, quienes por pertenecer a la misma sociedad patriarcal tendemos a ver lo bueno por encima de cualquier situación que no nos agrade. Por ello, para mi primera compañera de trabajo, así como para la mayoría de las mujeres de mi generación y anteriores, este tipo de comportamientos son algo que nosotras debíamos aprender a soportar. Era nuestras obligación saber cómo poner límites y al mismo tiempo sonreír, de lo contrario nos convertimos en esas personas a las que no se les puede decir nada, las que no soportan una broma, esas que entran en la categoría de “amargadas”. Claro, el privilegio consiste en que todos esos comportamientos son para ellos simples bromas, nada que deba interpretarse de otra manera.
Ahora bien, como me lo demostraba mi segundo grupo de compañeras, saber lidiar con la situación no es suficiente. Aguantar que otro transgreda, de forma permanente, el espacio personal sin hacer ningún comentario, no basta, pues igual el hecho se debe comentar. No para ponerle fin, porque efectivamente nadie hizo nada para que eso dejara de suceder, ni siquiera yo, sino para reírse, para hacer que la víctima se sienta avergonzada de lo que otro hace con ella. En otras palabras, ellas, que sabían de la incomodidad que me generaba ese beso, se sentían también incómodas con él y para exorcizar esa sensación desagradable de sus mentes normalizaban la situación con bromas. Reírse era la solución, reír hasta que yo también me riera y con eso todo se volvía normal.
Como puede verse, el acoso no es una cuestión solo de pervertidos o algo de hombres exclusivamente, el acoso es parte de un intercambio simbólico, en el cual los hombres hacen valer sus privilegios sobre las mujeres y estas los aceptan. Tales privilegios están en esos comportamientos en los que las mujeres somos sexualizadas de manera constante. No solo las que son jóvenes o atractivas, sino también aquellas que entran en las categorías de amargadas, viejas o feas, pues en la imaginación masculina lo que a ellas les falta es sexo. Mientras tanto, las mujeres no nos quedamos atrás, normalizamos este tipo de comportamientos al aceptarlo, pensando que lo mejor es aprender a lidiar con la situación o en última instancia ver las cosas por el lado amable, poniéndole humor.