No soy un hombre de masculinidad frágil pero odio salir de compras. No me gusta que los vendedores me atosiguen y me quieran meter pisapapeles o pitilleras de plata como si fueran objetos de primera necesidad. Tal vez lo único bueno de Homecenter sea la apatía que sienten hacia los clientes sus vendedores. Uno tiene que rogar para que lo atiendan. Ni siquiera suplicándoles vendrán a preguntar por qué estás en su hangar. Si yo decido dejar mi sofá e ir a un lugar como ese es porque necesito un mueble muy particular: uno donde pueda meter mis discos que ya se desperdigan entre el mugre y la humedad del departamento. Intenté comprarlo usado pero no los conseguí. Quería ayudar a la cultura del reciclaje tan en boga entre los hípster, pero es caro ser uno de ellos. Por un mueble apolillado cobraban 2 millones y medio. ¡Maldita sea la moda vintage!
En algunas páginas de Instagram enfermos por los vinilo ofrecían este tipo de muebles. Había uno realmente perfecto pero tenía que esperar 15 días hábiles para que me lo entregaran y eso en un país de vagos como Colombia viene siendo como dos meses. Así que me bañé y salí a exponerme a la fealdad imposible y eterna de Bogotá.
El taxi demoró 35 minutos en cubrir las 10 cuadras que me separaban del negocio. El sopor y la malparidez del trancón y el sol del mediodía de bogotano no se atenuaban ni siquiera con Hallowed be thy name de Iron Maiden. Uno puede entender a tantos asesinos seriales viviendo en una ciudad sin alma como esta. Llegué a Homecenter y todo es horrendo. Es el lugar a donde occidente iría a comprar cortinas si los nazis hubieran ganado la II Guerra Mundial. Pasé directo a ver los muebles. Bibliotecas desarmables para gente que pone materas en ellas, objetos inclasificables que muchos usarán de ropero. Forcé la peor de mis sonrisas y un muchacho con el uniforme del local me atendió. Fue odio a primera vista. Lo entendía, nadie quiere trabajar, mucho menos cuando la guadaña de la muerte está feliz cortando cabezas en las calles de esta ciudad. Yo me hubiera comportado peor que ese vendedor que me dejó con la palabra en la boca y, con despreocupación absoluta, ni siquiera me dio una opción para adaptar un mueble a mis necesidades. Quería gastar lo que fuera necesario para irme rápido de ahí pero lo que hicieron fue ubicarme frente a un televisor gigante a mostrarme monstrencos que, además de feos, ¡eran desarmables! Yo en mi vida lo que único que he podido armar son porros. Cuando descarté la posibilidad de comprar mi mueble para los discos quise comprar un bar. Otro empleado, con el bostezo en la boca, me explicó de mala manera que no había en existencia, que tenía que pagar y esperar por ahí otros 10 días para que me lo llevaran a la casa después de pagar.
Hay gente que tiene paciencia, yo no. Yo quiero ir a un lugar pagar y salir con el mueble encima, así me salga una hernia cargándolo. Y que por favor venga armado, que no me lo vendan todo despedazado, porque uno paga por comodidad y para mí es tan difícil armar un mueble como crearlo en una fábrica. ¿En qué momento todo se volvió tan asfixiante?. El calor del mediodía bogotano convertía el techo de plástico de Homecenter en el horno más grande de Bogotá. Para acabar de completar el bochorno un mendigo apareció sonriente a pedirme una moneda. Igual me pidió la liga con tanta amabilidad que fue la única cara amable que vi en el almacém. ¿De verdad hay gente tan triste en la vida que disfruta comprar acá?
Me fui triste por haber perdido una hora de mi vida. La carrera 68 estaba en el mismo bloqueo de siempre, ese trancón perenne para el que Claudia ni ningún alcalde tienen solución. Me fui caminando, es gratis y más rápido. Cuando llegué a mi apartamento el clima había cambiado completamente, desde mi ventana pude ver como los cerros se cubrían de nubes y el granizo volvía a caer como una maldición sobre la ciudad.