Para muchas personas el paso de los años suele venir apareado con una búsqueda de reposo y una vocación por tomar distancia de los demás, lo que, no pocas veces, termina convirtiendo a muchos en ermitaños y misántropos de oficio.
En mi caso esa teoría se aplica a la perfección: la comodidad, en lo que a mí respecta y cada vez con mayor intensidad, es proporcionalmente inversa al número de personas que me rodean.
Por eso cuando decidí embarcarme hacia Pasto para asistir al Carnaval de Blancos y Negros durante la primera semana de este año, lo hice como un sacrificio de amor hacia mis dos entrañables amigos extranjeros que por esos días nos visitaban, convencido de que no existía un lugar que combinara de manera más aterradora las cosas que detestaba: aglomeraciones, guerras de talco, bullicios y aguardiente. ¡Aguardiente! El único licor que mi cuerpo rechaza desde su biología más íntima.
Sin embargo una vez sobreviví al espeluznante aterrizaje en el aeropuerto Antonio Nariño, comenzaron a aparecer y siguieron apareciendo durante toda mi estadía, en cada esquina, en los almacenes, en los restaurantes, en las tiendas, en las calles todas, unos personajes que me resultaban más irreales mientras más los trataba: los pastusos.
Emitir un juicio sobre una colectividad es tan arriesgado como inexacto. Ningún grupo es homogéneo y cada visión está sesgada por la experiencia. Aún así, es innegable que los estereotipos responden a características distribuidas entre la población con una homogeneidad tal que resulta imposible ocultarlas.
Los argentinos, por ejemplo, cargan con el lastre de una imagen que, según mi experiencia, no les hace justicia. Son personas entrañables y generosas. Sin embargo, hay que decirlo, para ganar su corazón se debe doblegar primero su postura canchera ante los otros. Luego de eso, son un sol.
Los cubanos son todo afecto. Te abren las puertas de su casa, te ofrecen un ron, te sirven café, te abrazan. Pero, al menos al principio, te están midiendo. Lo saben bien quienes han tratado de decir la última palabra en una discusión con un cubano. ¡Es imposible! Vencido eso, tendrás no un amigo, sino un hermano por siempre.
Los paisas somos muy buenos anfitriones. Haber sido los parias del mundo por décadas hizo que floreciera esa necesidad de aprobación que ahora se traduce en xenofilia y sinceros deseos de que los extraños se sientan como en sus casas. ¡Pero pobre del visitante que suelte un adjetivo que no sea elogioso! Los paisas abrimos el corazón y la casa de par en par, pero si alguien dice “hay un poquito de inseguridad”, lo declaramos enemigo público y le retiramos el afecto. Salvada su nula capacidad de autocrítica, el paisa es un maravilloso anfitrión.
Y no enumero más estereotipos porque yo mismo los considero inexactos e injustos, pero sobre todo porque esos tres me sirven como contraste para explicar lo que pienso de los pastusos: que son el anfitrión sin peros.
Amables como el más amable que jamás haya conocido,
orgullosos de lo que tienen pero mesurados a la hora de ponderarlo,
calmos como las inflexiones de su bello acento
Amables como el más amable que jamás haya conocido, pero sin la agobiante sensación de servilismo que se experimenta en ciertos lugares más al sur. Dispuestos a brindar su orientación pero sin invadir los espacios del otro. Orgullosos de lo que tienen pero mesurados a la hora de ponderarlo. Calmos como las inflexiones de su bello acento. Afectuosos y dulces, todos y cada uno de los que conocí.
Uno de los días de locura (todos durante el Carnaval lo son), mi tropa y yo nos cruzamos frente a frente y en una calle vacía con un grupo de locales. Ambos bandos íbamos armados con aerosoles de espuma y vestidos según la batalla lo exigía: los hombres con gorros, las mujeres con pañoletas y todos con gafas de nado para proteger los ojos. Nos miramos unos a otros entendiendo lo inevitable del desenlace y sin mediar más que el grito de batalla (¡Ahhhhhh! en el caso de los pastusos y ¡Jueputaaa! en el caso de los paisas y sus adoctrinados acompañantes extranjeros) arremetimos unos contra otros hasta que cada rostro quedó sepultado por la espuma.
Luego y una vez terminada la escaramuza, mis compañeros y yo nos limpiábamos los rostros entre carcajadas y escupíamos la espuma que nos había entrado a la boca, mientras los locales, haciendo lo propio, se preocupaban por despedirse sonriendo al tiempo que gritaban ¡bienvenidos!
Un lugar donde una batalla se cierra con una bienvenida, es un lugar al que siempre se debería regresar.
Sí. Es verdad. El Carnaval de Blancos y Negros es una parranda descomunal. Pero la amabilidad y la dulzura de los pastusos logran que sea disfrutable hasta el delirio incluso por ermitaños y misántropos como yo.
¡Ah! Y aclarando que no recibo comisión por publicidad, debo decir que el aguardiente de Nariño me pareció francamente delicioso.