Lo confieso sin miedo, sin timidez, sin tapujos, sin complejo alguno: me volví bandolero. Y no lo hice por la actual coyuntura del país; lo hice porque sí, porque me dio la gana, porque pertenezco al grupo de los que aman la vida, de los que disfrutan la alegría, porque soy de aquellos, que se enternecen con una sonrisa, o se conmueven con un abrazo afectuoso.
Fue fácil volverme bandolero. Abandoné la ciudad y subí hasta los 1612 metros en donde están los capos: Rodrigo Muñoz, María Elena Vélez, Óscar Gallego, y los otros integrantes.
Me infiltré en su territorio para enterarme de su actuar, para darme cuenta de su manera despiadada para matar la tristeza y la desesperanza que nos invade a muchos; lo hice para testimoniar sus métodos, nada convencionales para exorcizar las penas, para aplicar la tortura del baile sin descanso a sus seguidores.
Tienen un campamento que maliciosamente han llamado «Plaza de la Concordia» dentro de una población que los acoge y los apoya sin restricciones que se llama Sevilla. Y para despistar a los despistados le llaman «El balcón del Valle del Cauca».
Es ahí donde anualmente se reúnen y convocan a otras bandolas del país —porque están organizados en bandolas— y arman una inmensa tarima desde donde disparan canciones de todas las regiones de Colombia, de todos los ritmos del folclor nacional. Para ello usan un arsenal de guitarras, charangos, flautas, bandolas, tiples, tamboras, quenas, zampoñas, timbales y cuanto instrumento que produzca sonidos o alegría se atraviese en su camino.
Y también, tienen la práctica engañosa de motivar a los niños y a los jóvenes a usar esas armas “mata tristeza” y los presentan en público para, desde temprano, despertar en ellos la pasión por esos instrumentos, y que de paso se vuelvan adictos al aplauso, al reconocimiento, de esa gente que es la aliada de los bandolos y que llega en hordas a la reunión que los capos convocan anualmente.
Para diferenciarse o no sé si, para camuflarse, llegan con prendas privativas de cada región: ruanas, sombreros, chalecos multicolores, gorros, ponchos, y los capos que los reciben, también usan indumentarias llamativas, coloridas y he aquí una clave para distinguirlos; usan de santo y seña: las flores amarillas.
Esas flores están por todas partes en la ciudad. Las exhiben sus adeptos en las ventanas de sus casas, las cuelgan en los balcones, las camuflan como adornos en los negocios y las exhiben por todas partes para que quienes por allí pasen, sepan que también son partidarios y seguidores de todo el que sea amigo de los «bandolos», porque así se autodenominan, y lo mismo llaman a todos sus partidarios.
Yo como soy inteligente y no quería que me sorprendieran con una sonrisa en la cara, porque inmediatamente comienzan a llamarlo a uno “bandolero”, llevé mi cámara fotográfica para registrar sus métodos de operación, las tácticas sonoras que utilizan para ganar cada vez más seguidores, sus músicas contagiosas para seguir captando más adeptos a esa práctica de escuchar música regional.
En el día todo normal. Esa Sevilla cómplice trabaja, establece las rutinas de una ciudad corriente, que busca el progreso; la gente es laboriosa, amable y trabajadora.
Pero los bandolos, como cualquier «bandola» operan en las noches. Al caer la tarde van llegando a la Plaza de la concordia, ¡atérrense ustedes!: hombres, mujeres, niños, jovencitos y jovencitas. Algunos portan sus armas que llaman «instrumentos», bajo los atuendos, pero los delata esas miradas de alegría, esos abrazos amistosas, esos saludos emocionados, que a uno como que le van dando ganas de sumárseles.
Y cuando menos se piensa, sueltan desde la tarima ráfagas de alegría, cantando a todo pulmón, para que el resto de esa Colombia triste los escuche; y claro, cada noche los capos: Rodrigo, María Elena y Óscar, provocan al público, los arengan, los motivan, les adoctrinan, les dicen que la vida es alegría, que el mundo es mejor con canciones y que la vida es bella por encima de cualquier otra cosa. Y los bandolos seguidores, aplauden, ríen, y vuelven aplaudir, para que la música vuelva a ser el camino en el que viajen los recuerdos, para que los pies tomen el ritmo del baile y para que el alma se contagie de los sonidos que llenan de ternura el corazón de todos los presentes.
De esa forma, y viendo estas actividades, fue que decidí volverme bandolero y el otro año, si la vida me da vida, estaré allí en Sevilla; ya no clandestinamente, como lo hice esta vez, sino como un militante apasionado por la música, vida y la alegría.