Todos en algún momento de nuestra vida hemos pasado por lo menos por un despecho, algunos más que otros. Personalmente hasta hace unos años, creí haber pasado por muchos, ahora pienso que me equivoqué, si exagero un poco, he vivido tan solo uno, uno que casi me mata, donde sentía que había fracasado como, persona, como pareja, como mujer, e incluso como madre.
Después de tanto equivocarme, replanteé nuevamente lo que habían sido mis relaciones sentimentales, y me di cuenta de que todo tenía un fin, ese fin consistía en aprenderme a amar y a valorar, a dejar de lado las falsas promesas de cambio, los ultrajes, el trato cruel y los maltratamientos de obra, como son denominados en Derecho, y que en ocasiones se invocan como causales de divorcio. Aprendí a dejar de rehabilitar alcohólicos, (o borrachos empedernidos), a dejar de perseguir a mi pareja cual, si fuera un niño, aprendí que de nada valen los sermones o cantaletas, cuando la persona definitivamente no quiere cambiar para mejorar, es porque simplemente no se le antoja.
Igualmente, me di cuenta de que había desperdiciado mi valioso tiempo y mi talento; sin embargo, muchas veces me sentí una buena para nada, una persona mediocre, estaba muerta en vida, me sentía una huérfana de amor paterno, que buscaba esa figura en cualquier aparecido que le guiñara el ojo, me sentí tan poca cosa, tan débil, tan infeliz, tan masoquista, tan amargada, tan desdeñada, entre tantos adjetivos negativos que para aquella época me caracterizaban.
Trataba de compartir con amigos o compañeros, que además de distraerme, me pudieran despertar. Cuánto anhelaba que me dieran un puño y me lanzaran al otro lado del río, quería que todos opinaran y me aconsejaran lo mismo, les gritaba con mi mirada que me ayudaran a salir del fango, y, en definitiva, todos coincidían, en que yo merecía mucho más y valía demasiado para seguir subyugada y escondida. Me desencanté de todas esas promesas incumplidas, de los sueños de un príncipe azul que no existe, o que, de manera contraria, y en el peor de los casos, se convierte en el más cruel de los ogros.
En la reflexión que hice de cada una de mis relaciones anteriores, descubrí que permanecí en lugares apartados, donde no pertenecía, lejos de la sociedad y del mundo real, estuve sumergida en la oscuridad y en el aburrimiento, lo que significaba mi negación a ser feliz, y me olvidé de que existe otro mundo ideal, en el cual habitan nuestras emociones, sentimientos, pensamientos y paz interior. Ese mundo, en que somos nuestros propios jueces naturales, en el que la fuerza nos la da nuestra motivación, y en el que, sin lugar a duda, encontramos la verdadera felicidad, ese, nuestro mundo interior.