Antaño, la llegada de agosto era la llegada del viento, de los días luminosos. Fútbol, paseos al río. Era el tiempo de deslizarse en las lomas, primero verdes y luego amarillentas por el sol y el desgaste. Las cometas y la libertad. Agosto era infancia, sudor y vitalidad.
Los tiempos han cambiado, por supuesto, como todo. Hemos vivido veranos sin sol ni calor. Con lluvias intermitentes. Los ríos están sucios y sus entornos son hostiles, a los chicos no les interesa resbalarse de una loma con tablas o cartones, y estar subiendo y bajando tardes enteras. La diversión viene masticada, solo hay que mover los dedos sobre la pantalla de un celular.
La loma del estío
Jugábamos también al trompo. A la bolas, al cuadro y a la meca. No faltaban las excursiones en bicicleta. Pero lo de resbalarse en la loma, en nuestro caso Moscopán, Santa Catalina o Pío Pío, ocupaba la mayoría de las tardes del verano. Los preparativos empezaban unos días antes para adecuar un vehículo que fuera capaz de vencer a sus rivales en los vertiginosos descensos.
Entonces asaltábamos los armazones de las camas, sin que se dieran cuenta nuestras madres; levantábamos los viejos colchones y extraíamos una tabla que estuviera en buena forma. Le clavábamos una barra de madera en un extremo para apoyar los pies. A veces se le ataba una cuerda a manera de timón. Era fundamental para su desempeño embadurnar de grasa, manteca o betún el lado más liso de la nave. El bólido iba decorado con un número, unos rayos, una calavera. Con nuestra joya debajo del brazo nos enfilábamos hacia la mejor loma. La de Moscopán tenía un recorrido corto, pero una pendiente endemoniada. La de Santa Catalina te garantizaba un descenso largo para hacer piruetas, desafiar rivales y saltar montículos.
La infancia
Al principio del verano la hierba estaba entera y las tablas deslizaban lentamente, pero avanzado agosto las lomas ya habían recibido miles de visitantes y lucían penosas cicatrices de tierra, su tono era tostado, como si el sol se recostara sobre ellas. Finalizadas las vacaciones, las colinas recobraban su verdor luminoso y se quedaban olvidadas hasta el año siguiente. Cientos de niños acudíamos a resbalarnos día tras día, infatigablemente; la adrenalina de las bajadas compensaba la trepada, buscábamos la mejor ruta, la rampa, la curva; era la infancia alborotada en el olor a hierba y tierra seca de aquellos lejanos estíos.