Decir la verdad no es fácil y menos aún, en medio de la guerra, pero hay que intentarlo. Con tantos intereses de por medio, los resultados son agridulces. Cada quien tiene su propia verdad y por ello, los ajenos al conflicto armado, son quienes deben contarla por los demás.
Pero las fuentes en las que se basarán los expertos, aparte de los hechos mismos, por fuerza tienen que ser los testimonios de víctimas y victimarios. Para su infortunio, las investigaciones judiciales son escasas y el muro de silencio muy grande. El miedo, el dolor y el odio conforman el lenguaje de los que se atreven a hablar.
No obstante, hay algo peor: las justificaciones. Los verdugos acomodan los acontecimientos para echarle la culpa al otro, porque el destape trae su embuchado: el lavado de manos. De ahí que las únicas voces que merecen escucharse son las del sufrimiento, aunque la verdad quede incompleta.
Esta, por mucho tiempo, va a ser la memoria histórica que tendremos: un inventario de la muerte sin las voces de los carniceros, hoy arropados bajo el manto de lo que llaman patria, en cuyo nombre trajeron el terror, la venganza y la desolación. Es la paradoja de la paz. Cuando se hurga en sus dominios, ellos se declaran víctimas y exigen con cinismo que los otros se arrepientan y les pidan perdón.
Fingiremos que estamos de acuerdo porque tanto horror nos obliga a pasar la página. Sólo el paso del tiempo tiene la capacidad de enfriar la cabeza y difuminar la guerra en un mal recuerdo. Entonces será la ocasión para que otros, estos sí verdaderamente ajenos a tanta miseria humana, inventaríen de nuevo y traten de mostrar lo que en realidad pasó.
Tal vez, en unas cuantas décadas, los historiadores hagan el ejercicio que propone Joshua Oppenheimer en su documental The look of silence, que acaba de llevarse el Gran Premio del Jurado en el Festival Internacional de Cine de Venecia. En un recorrido que estremece, la cinta visita las casas de los ancianos que en Indonesia asesinaron a comunistas durante los años sesenta, confrontándolos con el hermano de una sus víctimas.
Hagamos el intento con la imaginación. Trasladémonos al futuro, a una Colombia donde los verdugos ya viejos, refugiados en sus casas, perdonados u olvidados que para el caso es lo mismo, cuenten la verdad que ocultaron. Sin buscar beneficios o justificaciones, sin pretender manipular los hechos, digan lo que pasó y señalen a sus patrones, por entonces ya escampando de la justicia en sus tumbas.
¿Sabrán nuestros descendientes quién estuvo detrás de todo? ¿Se podrá por fin desenmascarar a los rufianes que hoy se mantienen en la sombra bajo el manto de la respetabilidad? ¿En ese futuro incierto se conocerá por boca de estos mastines famélicos que ya no tienen nada que perder, las certezas que hoy se ocultan a sangre y fuego y que pocos quieren escarbar?
La esperanza queda. Hoy toca llorarnos las mentiras; quizás algún día nos cantemos las verdades.