Si los ifaluk no “lloran grande” la muerte creen que luego enfermarán. Por esta razón, cuando alguien fallece, no solo sus familiares sino también sus amigos y vecinos, se entregan al llanto y al desconsuelo. Gritan de dolor y se arrodillan golpeándose el pecho con desespero y angustia. Renuncian a la serenidad y a las razones. El llanto copioso no solo se concibe como una pena manifiesta (e incluso correcta y debida) sino que también como un conjuro para la mala suerte de la enfermedad. El llanto alivia y cura el porvenir en la lejana cultura de la Micronesia.
Posiblemente, la relación con la muerte es una de las formas más exactas de reconocer el estado emocional de una sociedad y sus individuos. Aunque el miedo al final de la vida es omnipresente en las culturas del mundo -del pasado, presente y, seguramente, del futuro- esto no significa que todas las sociedades afronten la temida aflicción de la misma manera. En efecto, como afirma la filósofa Martha Nussbaum, dicha relación se establece y define a partir del conjunto de creencias metafísicas, religiosas y cosmológicas de una sociedad determinada. En otras palabras, la concepción de la muerte es producto de un sistema de mitos, creencias y ritos que se transmite generación tras generación. Cada sociedad conforma, dosifica y gradúa un deber de sufrimiento y desamparo ante la muerte. Por supuesto, esta “enseñanza de la muerte" no solo incluye los procesos educativos y religiosos formales, sino también ciertas manifestaciones sociales y culturales que incluyen la cotidianidad y ese basto universo al que llamamos “normalidad”.
En ese sentido, la guerra (nuestra normalidad) es el principal deformador de ese proceso de aprendizaje, al ser una deformación al proceso natural de la vida. Cuando tanto la muerte, como sus justificaciones, y falsos sentidos, son pan de cada día, la idea colectiva e individual sobre ella se transforma; desvaneciéndose en una idea tergiversada y peligrosa de realidad. Cuando la muerte deja de ser la ley de la vida para convertirse en la ley de los hombres, el oficio del sufrimiento se trastorna y pierde su principal ventaja: la comprensión de la existencia.
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Sería injusto -y desacertado- decir que a todos en este país nos ha correspondido la misma guerra
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Será obvio concluir que el estado emocional de los colombianos depende de nuestra viciosa manera de relacionarnos con la muerte. Siglos enteros de conflicto han dejado un profundo estigma en nuestra sociedad; el tiempo ha hecho manifiesto la grave perdida de respeto por la vida del otro. No obstante, sería injusto -y desacertado- decir que a todos en este país nos ha correspondido la misma guerra. Para unos fue un fantástico negocio, para otros una noticia incómoda que llegaba del campo y para muchos una realidad inevitable e irreversible. En Colombia hasta la tristeza ha sido mal distribuida.
No obstante como todo proceso de aprendizaje, nuestra relación con la muerte puede modificarse. En ese sentido, tal y como lo hace la cultura ifaluk, deberíamos empezar todos -no solo la parte menos privilegiada de la sociedad- a llorar la muerte con intensidad e inquietud. Dividirnos las penas por partes iguales. Ya ha sucedido. Basta ver el efecto de la exposición del año pasado de Jesús Abad Colorado, en sus miles de visitantes. El poder de sus fotografías igualó el dolor de sus espectadores. Al presenciar El Testigo lloramos todos de incomprensión y desconsuelo, y de esa forma -amarga- le pusimos cara y sentido a una tragedia que para muchos ha pasado desapercibida. No conozco el primero que haya seguido siendo el mismo -y sentido lo mismo- después de haber visitado la exhibición.
Tomando este maravilloso ejemplo, se me ocurre que una alternativa posible y efectiva sería llevar obras como las de Jesús Abad Colorado al espacio público (por naturaleza el mejor escenario de presencia, discusión y confrontación de las emociones ciudadanas). Imagino la contundencia de ciento de escenas de configuración humana y emocional en Colombia, representadas en grafitis, murales, consignas y fotografías (ya hay muchos pero faltan muchos más). El espacio público al servicio de examinarnos emocionalmente como sociedad y de tomar parte emocional en este testarudo conflicto
Convertirnos en un solo llanto podría ser un buen comienzo. Nuestra propia versión de la belleza; el dolor compartido por partes iguales.
@CamiloFidel