Durante esos trece días sentí la euforia del pueblo. Las calles se convirtieron en un río de alegría, los aplausos emergieron del alma para vencer la mezquindad y los triunfos colombianos condujeron al delirio.
El espíritu deportivo fue una piquería que alborotó las emociones y disminuyó los razonamientos. La leyenda, que intentó diluirse en el tiempo, se hizo realidad. Valledupar cumplió con su deber, los Juegos Bolivarianos pudieron llevarse a cabo y ahora soñamos con eventos más grandes. Quedaron escenarios deportivos, microempresarios contentos y políticos sacando pecho.
Sin embargo, no siempre percibí entusiasmo y fascinación. Valledupar, más allá de las dificultades extraordinarias que sorteó, pudo improvisar menos y ofrecer mejores servicios. Durante el desarrollo de los juegos vi a la ciudad desorganizada, sin mando. Hubo obras sin terminar, reparcheo improvisado de las vías, congestión vehicular, suciedad alrededor de las instalaciones, caos para ingresar a los eventos y robos en algunos escenarios. Para rematar, unas deportistas chilenas volvieron viral en redes sociales un video donde se burlaban de la Villa Bolivariana.
A nuestros dirigentes locales les faltó imaginación. Valledupar no solo tenía que mostrarse como una sociedad en orden y capaz de interactuar con el mundo deportivo, sino que también debió ofrecerles a los vallenatos y a los turistas, como una opción paralela a las competencias, una agenda cultural y comercial: conciertos musicales, espectáculos teatrales, exposiciones de pintura, recitales literarios, foros académicos, ferias gastronómicas y rondas de negocios. Se necesitaba una ciudad en constante acción, abriendo caminos insospechados y diversos.
Aunque es apenas normal que muchos estén extasiados con los juegos, creo que perdimos la oportunidad de exponer toda nuestra creatividad y determinación ante Latinoamérica. Para este evento Valledupar tenía que transformarse: mejorar su malla vial, su movilidad, su transporte público, su seguridad y su forma de atender a los turistas. Era la excusa perfecta para solucionar algunos problemas históricos, consolidar una oferta cultural que no se reduzca al Festival Vallenato y posicionar una marca de ciudad educada, ecológica y deportiva.
La emoción del pueblo vallenato fue el verdadero triunfo. No olvido la sonrisa de los niños, el compromiso de los padres y el desenfreno de los abuelos durante las competencias. Los juegos fueron un festín en medio del tedio cotidiano, un duelo sin acordeón que nos embriagó a todos. Ahora, con más planificación y orden, hay que apostarle a otros eventos culturales y deportivos. Valledupar tiene un potencial natural, histórico, solo falta una dirigencia que sea más creativa y deje de mirarse al ombligo.