Sí. Tal cual. Es urgente que Iván Duque, presidente de Colombia desde hace 15 meses, dé el paso de lanzarse a hacerle oposición al gobierno.
Y no se trata de una reflexión “audaz”, de aquellas que siempre andan intentando esos funcionarios que ahora llaman “estrategas” y que se mantienen rodeando a los presidentes, algunas veces para conectarlos y otras tantas para aislarlos de la realidad y de la gente.
De lo que se trata es de que el presidente se conecte de nuevo con el anhelo fundamental de la sociedad que lo eligió.
Hoy, más que nunca, es indispensable discernir, interpretar sin miedos, el clamor que irrumpe con nitidez en el presente latinoamericano.
En América Latina no elegimos a los presidentes para que nos gobiernen sino para que cambien los gobiernos. La verdadera razón que mueve la elección de los ciudadanos de a pie es el cambio y no el gobierno.
Dejémonos de pendejadas: en nuestros países la democracia no nos sirve para celebrar lo que hay sino para intentar cambiarlo, pero por las buenas. He allí su inmenso valor.
No sigamos distrayéndonos en discusiones autistas, que si mermelada sí, que si mermelada no. Nuestra historia ha venido decayendo en que los gobiernos terminaron convertidos en el botín de los políticos y los cambios, en el anhelo más sentido de la gente.
Para hablar de los hechos de las últimas semanas, lo que nos revelan las movilizaciones en Ecuador y Chile, en Venezuela, en Bolivia y en Argentina, y también en las elecciones regionales que acaban de pasar en Colombia, es que estamos hasta la coronilla de los Estados.
Este no es un tema que pueda seguir manipulándose con la ecuación obsesiva que pretende tamizarlo todo entre derechas e izquierdas. Lo cierto es que la inmensa mayoría, independientemente de sus afinidades o sus apatías políticas, vivimos un malestar creciente con el Estado, rayano ya entre la rabia y el desprecio.
Es que llevamos demasiados años sufriendo que cada encuentro que tenemos con el Estado sea cada vez más hostil. Casi que cada vez que se nos acerca un funcionario es para ponernos un problema, para amenazarnos por algo, para meternos la mano al bolsillo. Es que todos sabemos que los Estados no solo han sido incapaces de solucionar las tragedias de violencia, corrupción, injusticia e indolencia social, sino que han sido, muchas de las veces, sus artífices o sus cómplices.
Desconocer el dolor que recorre el continente es de ciegos,
pero ignorar el hecho cierto de sus motivaciones justas, es de locos
El descontento cunde, y cunde en los más diversos sectores. Que no se equivoquen los que se empecinan, de un lado y del otro, en seguir viendo esta crisis a través del catalejo herrumbroso de la lucha de clases. Hay indignación entre los trabajadores, y también entre los empresarios; entre los campesinos e indígenas, y también entre los ricos del campo; entre los jóvenes, y también entre la gente mayor. Entre prácticamente todos, el descontento crece.
Desconocer el dolor que recorre el continente es de ciegos, pero ignorar el hecho cierto de sus motivaciones justas, es de locos.
Luego lo que se quiere es que los presidentes lleguen a hacer oposición y no gobiernismos. Oposición a esas burocracias enquistadas en los Estados, a todos los niveles, que han horadado por años su misionalidad sacrificando, de paso, la confianza mínima que debiera existir entre la gente y “las instituciones”.
Y por qué no, oposición, también, a los altos funcionarios, ministros o directores, que no dan pie con bola, que se convirtieron en contraparte de la gente, aun cuando hayan sido nombrados por el propio presidente.
La cosa es, si se quiere, aún más fácil de explicar: nunca he podido entender del todo por qué los candidatos, que siempre soportan sus campañas queriendo parecer jóvenes y prometiendo cambios hasta en la sopa, ¡¡oh sorpresa!!, apenas ganan y se tercian entre pecho y abdomen esa banda presidencial, ponen caras de viejos y se pasan al bando de “la defensa de las instituciones”. No se dan cuenta de que en esa metamorfosis, que parece más de origen síquico que político, terminan cometiendo el primero y peor de los errores: terminan entregándole a la oposición el codiciado campo de la gente para pasarse, como zombies, al bando acartonado de “la defensa de las instituciones”.
¿Quién ha dicho que el liderazgo del cambio no puede ejercerse desde la presidencia?
Todo lo contrario, las mayorías democráticas del continente votamos para que las transformaciones se hagan desde las instituciones, precisamente para que no tengan que hacerse por fuera de ellas o, peor aún, contra ellas.
Iván Duque está, apenas, a tiempo: le quedan tres años. Más aún, está a tiempo porque tiene la juventud para hacerlo. Estoy convencido de que sus talentos y su corazón se desplegarían más auténticos ejerciendo con dinamismo un liderazgo del cambio que el papel de cuidandero de unas instituciones que todos queremos cambiar.
Qué bueno sería si los presidentes comprendieran que, en el fondo, solo tienen dos opciones: parecerse a los líderes democráticos de nuestra historia, o parecerse a esos canapés republicanos con que a veces intentan decorar los corredores fríos de los palacios de gobierno.