Tengo al frente un pequeño rectángulo de papel que me invita a pasar, mañana entre ocho y cuatro treinta, a Profamilia, para recoger los resultados del espermograma Post-Vasectomía. Me esperan en el nivel 4A: ¡cada vez más alto!
Han pasado poco más de tres meses desde la cirugía. La primera semana requirió cierto reposo y cuidados, el hielo, las pastillas para desinflamar, en fin, nada excesivo; incluso, una de las recomendaciones en la consulta de control fue que no estuviera demasiado quieto, pues el movimiento, moderado, ayuda a las células a trabajar mejor en la completa sanación. Algo así.
Algunos me han dicho que fue una buena decisión, pues viendo cómo está el mundo... Y todo eso que ya hemos oído mil veces, con lo cual estoy de acuerdo; pero no es lo único: suelo responder que así viviéramos en el paraíso, tener un hijo ―y esto, aunque supuestamente ya se sepa, debe repetirse― es una responsabilidad infinita, un proceso de largo aliento que requiere tiempo, paciencia, conciencia, sabiduría, disposición, en fin, un montón de valores que, sobre todo en esta vertiginosa realidad, no siempre estamos dispuestos a dar. Los niños pueden ser de lo más hermoso que tiene la humanidad ―vale, como casi todos los cachorros del reino―, pero asimismo son quizá lo más frágil: jamás puede tomarse a la ligera. Son un reto físico y mental: solo por ejemplo, cuando lloran mucho podemos llegar a precipitarnos pensando que es mero capricho y descartar otras serias posibilidades. Un hijo necesita que le conozcamos, poco a poco; no solo que él nos conozca y se adapte a nosotros.
Personalmente, no sé si tengo la madurez necesaria para reto semejante.
Sé que, aquí y allá, me quedo corto.
Pero hay quienes creen que basta con darle todo lo material; otros, que es suficiente con haberle dado el “gran regalo” de la vida, que incluso quedan en “deuda” con uno; también aquellos que piensan: sin hijos ¿quién lo va a acompañar cuándo esté viejo? Otra forma de egoísmo, podría decirse. Aquí no estoy diciendo que los procreadores sean malas personas, o que los “hiperprocreadores” (si tal vocablo existe) sean peores, pero sí invito a la reflexión sobre este tipo de crecimiento de la familia: para empezar, tener conciencia de nuestras propias falencias físicas ―incluye, por supuesto, la salud mental―, pues la descendencia puede heredar enfermedades, depresión, en fin.
En este conocimiento hay, supongo, algo de responsabilidad: tal vez lo que quiero es viajar, leer mucho ―o ambos trayectos―, no tener “ataduras”, moverme en mis propios horarios; tal vez prefiero no arriesgarme a fallarle a ese alguien cuando más me necesite, no responderle con tristeza cuando me busque tras una frustración o dolor; tal vez sienta que no podría, realmente, estar. Algunos podrán llamarlo cobardía, pero, naturalmente, solo están en su propia cabeza.
Espero que, si algún día tengo un hijo, ya sea porque me someto a la cirugía de reversión (vasovasostomía), adopto o cualquier otra posibilidad, lo haga con plena conciencia y con tanto amor como algunos conocidos que ya están ante el reto. Es de lo mejor que puedo desear. ¡Ah, y que, juntos, leamos mucho!
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Por cierto, la operación apenas se siente; aunque en mi caso no fui el mejor paciente: me moví un poco cuando no tenía que hacerlo, y eso derivó en cierta incomodidad ―mis disculpas para el personal del quirófano―, leve, momentánea.
Respecto a la cicatriz, bueno, todavía la estoy buscando.