Abrir el grifo, poner las manos y beber agua potable, podría evocarnos estar de rodillas frente a un manantial cristalino en alguno de los páramos del país. La diferencia entre ambas acciones estaría en que el primer consumo del líquido vital estaría precedido por las actividades económicas de producción y distribución.
Entendidas como el proceso de potabilización y la entrega a través de la infraestructura de un sistema de acueducto que llega hasta las viviendas. Por esta razón, el consumidor del grifo tendría que pagar por lo bebido. Del anterior entramado de relaciones sociales de producción se podría entender que el agua potable es una mercancía que se intercambia por dinero. Pero, si el agua es fundamental para la vida, ¿Qué sucede con la población que no posee el dinero suficiente para acceder a esta mercancía de carácter vital?
Esta cuestión ha sido abordada desde diferentes miradas. Hay quienes están convencidos que las fuerzas del mercado, la demanda y la oferta son suficientes para la asignación de bienes y servicios escasos, agregando que producto de esta dinámica se alcanza el equilibrio deseable en las sociedades.
Luego, al percatarse que por esta vía quedaba un remanente de individuos en la sociedad a los que no se les lograba suministrar determinado bien o servicio, establecieron eufemísticamente que se trataba de una falla del mercado, que debería en teoría corregirse con la intervención del Estado. Pero, paradójicamente los defensores de esta postura siguen promoviendo para lograr el acceso de los tres mil millones de habitantes que no cuentan con agua potable en el planeta, más mercado.
De otro lado, se encuentran los que reconociendo la necesidad vital del agua potable establecen que el acceso de toda la población y en todo el territorio nacional es una responsabilidad del Estado. Desde está mirada, es considerada como un servicio público en contraposición al tratamiento de mera mercancía. A su vez, se desprenden dos vertientes: la que considera que se trata de una función exclusivamente estatal y, quienes aceptan que esta puede ser ejecutada por privados sin dejar ser la finalidad del Estado. En el segundo caso, se ha desarrollado la postura que restringe el papel del Estado a la regulación, permitiendo que la prestación se realice en libertad de competencia por operadores principalmente privados, a los que consideran más eficientes y transparentes.
En Colombia el agua potable es considerada una actividad económica regulada que hace parte de los servicios públicos que son inherentes a la finalidad social del Estado. En el ordenamiento constitucional se estableció que la universalidad es una responsabilidad estatal y la prestación es realizada por operadores públicos y privados en condiciones de libertad de competencia.
Adicionalmente, se establecieron tarifas reguladas y subsidios cruzados teniendo en cuenta la redistribución del ingreso de la población. En suma, la regulación consolidó una política de mercantilización, privatización y liberalización de los servicios públicos en el país. Uno de los resultados ignorados son los 3,5 millones de personas que se estiman no cuentan con acceso al agua potable en el país.
Cada vez más, hay conciencia en el mundo sobre la necesidad de superar las lógicas del mercado en el acceso al agua potable de la población. En reiteradas oportunidades ha sido reconocida como un Derecho Humano por la Organización de Naciones Unidas (ONU) y, recientemente han advertido de los riesgos e impactos de la mercantilización y financiación del agua.
Sería importante para Colombia que el agua potable deje de ser una actividad económica regulada por el Estado y adquiera el rango constitucional de derecho fundamental que ha sido reconocido en la jurisprudencia de la Corte Constitucional. Por esta vía, se podría contribuir a lograr la anhelada universalidad, garantizando el bienestar social y la vida digna de toda la población. Sería un acto legislativo importante para la próxima legislatura.