Sin ir muy lejos más de once millones de personas votaron acá jugándose las últimas cartas para un cambio. La voracidad y el descrédito de gobiernos anteriores, el de Duque y otros; el descaro derrochador, el desenfreno de políticos y funcionarios tragándose a dentelladas el presupuesto público, el tumbe de empresarios con los impuestos, la fiesta de chivos entre todos estos amangualados, la balacera, el desangre, nada de eso entre muchas cosas fallidas dio más y no estira otro poco.
Se hartó la gente, 11 millones y muchos más contando campesinos, pobres, maestros, escépticos, apáticos, damnificados, demócratas, anarquistas, negros o indígenas, de lo infraordinario en un país que sin límite pareciera crecer como un árbol de ahorcados; se hartó de que se le burlen en la cara, de que la tumben, de que le metan mano al bolsillo mientras le hablan de patria; no pudo más con que la dejen una hora, diez horas, mil horas, parada a las puertas de todo, siempre en la antesala de un futuro de puro humo.
No pudo otro tiempo largo con la repugnancia de oír babosadas burocráticas, promesas, discursos cosidos con desperdicios; se indigestó de sancocho de gallina en las inauguraciones de cartón, con la placa del doctor, la reverencia a su eminencia que guarda muertos en la conciencia y sabe incinerarlos en el patio de atrás.
Cantaba Carlos Puebla: “Aquí pensaban seguir jugando a la democracia y el pueblo que en su desgracia se acabara de morir; Y seguir de modo cruel sin cuidarse ni la forma, con el robo como norma y en eso llegó... Se acabó la diversión, llegó el Comandante y mandó a parar.”
Esto tiene parecido y a la vez distancia de la canción. Es claro que más de 11 millones votaron para no ver lo mismo y a los mismos. Más de 11 millones votaron por derruir el statu quo, el Orden de gobierno a gobierno arrasando pueblo sin medida ni sonrojo.
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Para que la cosa ande y la “dignidad se haga costumbre”; para que esto no se pura tinta y eslogan, no será aceptable simplemente reemplazar una pulga con otra
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Eso es visible casi sin discusión. Pero para que la cosa ande y la “dignidad se haga costumbre”; para que esto no se pura tinta y eslogan, no será aceptable simplemente reemplazar una pulga con otra. Nadie en su sano juicio querría un gobierno que prometa más y quite más, que censure más, que asuste más; uno que se engarce otra vez con los amigos, que condene a sus críticos, otro que pase de agache, que se embelese y envilezca con los títulos, con los sellos, con las formas, los micrófonos, las complacencias arribistas, y los trámites.
No hay comandante como el que celebraba Carlos Puebla. Hace años no surge y por mucho tiempo no habrá otra revolución. Las de América Latina, entre el 59 y el 79 (Cuba y Nicaragua) se desvanecieron en amañamientos. En Venezuela y su régimen no hay nada, tan solo corrupción, miseria e infamia.
Así que aquí lo que hay es un gobierno que debe moverse en reglas de democracia. En ese juego tiene que cumplir seriamente con cambiar el statu quo, lo peor de este, lo más desteñido de un Estado que ha ido volviéndose vicioso, pareciéndose a un yonqui insaciable; no se trata de derruirlo, de ponerle una bomba en las bases, de tumbar ídolos con un soplo y construir de nuevo todo desde abajo. No cabe deshacerlo y volverlo peor. Toca cambiarlo, hacerlo mejor, y ello empieza por el ejemplo, verse la viga en el ojo propio, corregir el viento antes de chocarse de cara a la pared.
Parece un chiste, pero al gobierno ya tan solo le quedan 47 meses. Así es esta cuenta regresiva y caprichosa. No hay espacio ni estación para ensayos, para enterarse en el camino del statu quo que se quiere y se debe cambiar; no hay cabida para las dudas de algunos funcionarios alharaquientos, inexpertos, los que van lanzando palabras y proyectos como piedras a la loca.