Van contados dos años desde que fueron asesinados cinco jóvenes habitantes del barrio Llano Verde en Cali; lastimoso hecho del 11 de agosto del 2020 que simbolizó en la reciente coyuntura la preminencia de una práctica criminal que victimiza a las juventudes populares de nuestras urbes colombianas. De mis recorridos en el Oriente caleño, guardo breves esquelas que indican cómo la dinámica de muerte y la precarización de la vida en las ciudades sigue siendo uno de los principales acertijos del acontecer nacional, incluso más allá de la lógica criminal y de la impunidad creciente. Comparto tres situaciones recientes:
Ana, una amiga nacida en Satinga y desplazada de Buenaventura, con la que compartimos una tertulia en el mismo barrio Llano Verde, tiene una enfermedad agresiva que requiere atención especializada y servicios de cirugía; ella nos cuenta periódicamente su lucha para que la atiendan en el servicio de salud y le programen las cirugías, pero el relato repetido es que sigue en la fila y que algunos de quienes están en la espera no aguantaron y ya son luto en sus familias. Hace poco menos de un mes, el joven Jhon Esteban de 23 años fue asesinado al amanecer con arma de fuego; a los dos días la comunidad dolorida lo enterró con una fuerte solidaridad vecinal. Hace apenas dos semanas se levantó el barrio con la noticia de que don Lounder de 72 años, migrante de padilla y vendedor de hojaldras, se ahorcó con agobios personales y nuevamente la comunidad barrial acudió solidaria a su entierro.
Me he preguntado en noches de insomnio, cuando llegan noticias de estos eventos: ¿Cómo hacen nuestras comunidades para aguantar las formas de enfermedad y muerte que le circundan?
La evidencia de los sucesos cotidianos indica que esta experiencia no solo afecta el barrio Llano Verde, que es además una “Colombia chiquita”, lugar lleno de potencias étnicas, migrantes y comunitarias que enlazan el conjunto del suroccidente colombiano; lamentablemente acontece en todo el Oriente, en las laderas y el viejo centro popular caleño; también se vive en los suburbios del suroccidente de Bogotá, en las comunas populares de Medellín, en las periferias de Barranquilla, Cartagena, Bucaramanga, Cúcuta, Popayán, Pasto, Quibdó y todo el etcétera urbano del país que es portador de tantos dramas como atributos socioculturales y potencialidades vitales.
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Además de que tenemos un país eminentemente urbano, -de 100 ciudadanos 84 viven en las ciudades-, el 60 % de esa población habita territorios populares arraigados a la inmigración reciente
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Es que además de que tenemos un país eminentemente urbano, -hoy de 100 ciudadanos 84 viven en las ciudades-, por lo menos el 60 % de esa población habita territorios populares arraigados a la inmigración reciente, donde sobreviven con gran esfuerzo comunidades en condiciones difíciles de pobreza, hambre y violencia, que se han radicalizado por las crisis globales que nos afectan en este tiempo. Son esas condiciones de vida de la población urbana las que explican en parte los recientes estallidos sociales del 2019 y 2021.
Ante esta inmensa realidad que nos arroja el andén citadino, es fundamental buscar respuestas para enfrentar la crisis de nuestras ciudades, potenciando sus capacidades. Estamos, sin duda, ante un momento clave para avanzar al respecto, cuando se enuncian en las políticas públicas del nuevo gobierno nacional, rectificaciones para hacernos Potencia Mundial de la Vida: retomar el proyecto del Estado social de derecho de la constitución de 1991; avanzar en cambiar la matriz energética y productiva que nos permita contribuir a la adaptación al cambio climático; atender las tareas de construir una era de paz, reparar las víctimas del conflicto armado y de la desigualdad social transversal, especialmente con las mujeres y la juventud, así como hacer la reforma rural para habilitar un nuevo escenario de producción y hábitat en Colombia.
Y, ¿qué pasará con las ciudades?
Quizás, en ese contexto, es deseable acogernos al paradigma del derecho colectivo a la ciudad, retomar elementos nodales de la agenda urbana global, aplicándolos desde nuestras propias tramas y dramas históricos, configurando en este inédito ciclo una nueva agenda social para el país que le ponga la cara a las realidades difíciles que vive nuestra población: mejorar el servicio de salud y el acceso a educación de calidad, enfrentar las violencias que nos aquejan, afrontar el desempleo creciente, superar el hambre y el déficit alimentario, fortalecer los proyectos de urbes que acogen la vida en su diversidad, superando desigualdades estructurales.
Sin duda, necesitamos que las ciudades se hagan más vivibles para nuestras gentes, para ello necesitamos que nuestras urbes se piensen como tejidos regionales, que se definan nuevos paradigmas de ordenamiento territorial, de integración y asociatividad regional, que se revisen las dinámicas de descentralización y las condiciones para financiar los procesos de movilidad, sustentabilidad y aseguramiento de los servicios públicos contemporáneos, que se aborde la seguridad humana integral; todos ellos asuntos a abordar en el Nuevo Plan Nacional de Desarrollo y en las agendas legislativas del Congreso, con las voces del país urbano, sabemos que las comunidades están listas con experiencias y propuestas para un cambio necesario.
He comprometido notas semanales por este medio, siempre que la vida lo permita. Les saludo y les invito a que me acompañen con sus comentarios y reflexiones