Las imágenes del afloramiento de petróleo, lodo y gas en las cercanías del pozo Lisama-158 en Barrancabermeja sintetizan la forma en la que la industria extractiva propone las relaciones con el territorio: acciones violentas justificadas por un modelo económico que busca la maximización de las utilidades a expensas de nuestro patrimonio natural. Grandes obras de infraestructura, agricultura industrial, minería legal e ilegal, explotación de petróleo y gas con bajas tasas de retorno energético; todas actividades que aumentan la magnitud del deterioro ambiental y comprometen en mayor medida la resiliencia de nuestros ecosistemas, y como consecuencia, nos hace más vulnerables a los impactos de cambio climático. Mientras el mundo marcha hacia una transición energética que favorece el uso de energías de menor impacto (Alemania, por ejemplo, puso en marcha desde 2010 un ambicioso plan para reducir sus emisiones totales en un 95% para 2050, soportado en el uso de renovables), el gobierno, y la mayor parte de los candidatos presidenciales, proponen la explotación de yacimientos no convencionales mediante la técnica del “fracking”; la Agencia Nacional de Hidrocarburos se alista para ofertar 50 bloques petroleros en 2018, varios de ellos costa-afuera (Ver artículo) ¿Tendrá sentido insistir en la explotación de hidrocarburos en medio de la mayor crisis a la que se haya enfrentado el hombre como especie y de la que somos uno de los países que resultará más afectado?
Colombia es un país catalogado como megadiverso, pero en general, para nuestra dirigencia, es solo un término útil que cautiva audiencias en discursos internacionales; en la práctica se privilegia un modelo económico extractivista que destruye de manera irremediables nuestro patrimonio ambiental. La ONU en su “Convenio sobre la Diversidad Biológica” indica que en Colombia se encuentra alrededor del 10% de la biodiversidad del planeta: primer país en presencia de especies de aves y orquídeas, segundo en plantas, mariposas, peces de agua fresca y anfibios, con 314 tipos de ecosistemas y uno de los territorios más ricos en especies acuáticas (Ver convenio). En contraste, según el “BP Statistical Review of World Energy” de junio de 2017, las reservas probadas de petróleo y gas del país tan sólo representan el 0,1% de las reservas probadas mundiales (las de Venezuela son 17.6% de petróleo y 3.1% de gas) (Ver informe). Con estas cifras en mente, podemos leer lo que dice la UPME,: “(...) es claro que la participación correspondiente (de hidrocarburos y derivados en las exportaciones), ha aumentado de manera significativa; de hecho, puede verse que el buen desempeño de las exportaciones totales se debe, en gran medida, al sector de hidrocarburos. Incluso, al representar 40% de las exportaciones totales, la economía colombiana puede considerarse como petrolera desde 2010” (Ver informe). Si comparamos los datos de biodiversidad con las cifras de reservas de hidrocarburos, se hace evidente que tener una economía dependiente del petróleo es peligroso en términos prácticos, además de dañino en términos ambientales. Parecería claro entonces que debemos replantear la fuente de nuestros ingresos con urgencia.
La apuesta por el extractivismo en Colombia debe además entenderse desde la perspectiva de los acuerdos de París, donde se convino limitar las emisiones de gases de efecto invernadero a fin de evitar un aumento de la temperatura media global mayor a 2°C en 2050 respecto a los niveles previos a la revolución industrial. Según el informe "World Energy Outlook 2012", las reservas totales, incluidas las de propiedad estatal, equivalen a 2.860 Gt de CO2 equivalente, que quiere decir que si se quemaran las reservas probadas de combustibles fósiles a 2012, y si se hubiera detenido la incorporación de nuevos proyectos, la temperatura media global aumentaría mucho más de 4oC. Según el consenso de numerosos investigadores, el presupuesto de carbono se cumpliría con tan sólo una tercera parte de las reservas probadas de petróleo, gas y carbón a 2015, lo que implicaría que el 82% de las reservas mundiales de carbón, el 33% de las de petróleo y el 49% de las de gas se deberían dejar bajo tierra; no se pueden extraer si queremos sobrevivir. Esta realidad marca claramente el futuro de la economía mundial, algo que Alemania tiene muy claro: gran parte del petróleo, el carbón y el gas no se podrán producir, por lo que el riesgo financiero inherente a inversiones en energías fósiles es cada vez mayor, al punto de que algunos expertos llaman esta serie de eventos la “burbuja de los fósiles”.
Por eso, como ciudadanos activos políticamente, debemos reconocer y entender que la biodiversidad es nuestra mayor riqueza, que desastres como el que tenemos que presenciar hoy en “La Lisama” —y que son inherentes a la explotación de hidrocarburos— no se pueden tolerar; debemos exigir a nuestros dirigentes y a los candidatos presidenciales actuales instalar en el primer plano de la discusión los efectos del cambio climático en nuestros territorios y entender que el único camino que nos queda es el de la transición energética para la construcción de estructuras ambientalmente resilientes en términos económicos, políticos y sociales. Ejercer la violencia sobre los territorios a través del extractivismo es consecuencia de una construcción ideológica que hasta hoy no hemos logrado desmontar, en la que la naturaleza tropical es un obstáculo para el proyecto civilizatorio que copiamos del norte deforestado. Necesitamos reconciliarlos con nuestra naturaleza, darnos una nueva oportunidad para entender y aprehender los rincones de esta casa común megadiversa que habitamos; como lo recalca Felipe Martínez Pinzón, “entender cómo se ha construido la experiencia de la civilización en el trópico y sus nefastas consecuencias, es un paso previo para rescatar otras formas de vivir el espacio, tropicalizando el trópico, para no ver el territorio como enemigo de la nación sino como una parte constitutiva de ella”.