Hace varios años, cuando se empezó a denunciar el asesinato de jóvenes inocentes para hacerlos pasar como guerrilleros, mal llamados "falsos positivos", bajo el furor y ceguera provocada por el gobierno de Uribe se abucheaba a quienes sosteníamos la verdad de esa violencia, se nos señalaba de ser aliados del terrorismo, enemigos del país. Lamentablemente, teníamos razón. De casi 10 mil casos reportados se han reconocido 6.402 víctimas.
Hoy, con pruebas evidentes sobre un candidato que ha mentido de manera sistemática y compulsiva -el señor Rodolfo Hernández -, una parte importante de la ciudadanía nos tilda de agresores, de que todo eso es una guerra sucia contra su candidato. Nuevamente una parte del país, afortunadamente cada vez menor, hace gala, no de su incapacidad para ver, sino de su disposición a mirar para otro lado, de su capacidad para entrar en modo de negación.
En este caso, tal vez el único problema no sea montar en la presidencia a un personaje tan inconveniente para el país. Al fin y al cabo, los sectores sociales, la ciudadanía organizada lleva décadas de resistencia ante las políticas de muerte, frente a gobernantes que tratan con desdén al pueblo.
Hay un problema más sensible, no solo de naturaleza política sino ética. Como dijera el filósofo Juan Antonio Pérez López, el primero y más determinante efecto de nuestras decisiones no ocurre en el exterior. Incluso, podría no llegar a ser perceptible, como sucedería si alguien robara algo que nadie echara de menos posteriormente.
El efecto más importante de una decisión ocurre al interior del sujeto que toma esa decisión, pues lo compromete con una visión del mundo, con un curso de acontecimientos, con unas intencionalidades, potencia hábitos. Es decir, somos el producto de nuestras decisiones.
Una decisión que avala una acción engañosa, a sabiendas de que lo es, extiende el carácter de mentiroso al sujeto que así actúa. Y si esa persona pretende creer que no hay tal engaño, es decir, lo ignora o lo invisibiliza ante su propia mirada, entonces se aliena a sí mismo. La consecuencia es que se cierra a considerar la verdad de los hechos, de su ocurrencia, más allá de malabarismos interpretativos y justificativos.
Esa cerrazón guarda similitud con lo que se expone en el Evangelio como pecado contra el Espíritu Santo, es decir, cuando libremente optamos por cerrar nuestra conciencia a la acción interpeladora de la realidad y del Espíritu de la verdad y la justicia.
A tal grado puede llegar esa actitud, que coloque al sujeto en una posición de intransitividad, irreversibilidad, intransigencia, y lo lleve a construir una narrativa paralela, una verdad paralela en la que necesita creer, aunque no tenga fundamento en los hechos. En esas circunstancias, no dudará en adoptar interpretaciones de terceros que respondan a esa necesidad. Así, la percepción de varias personas que se ven afirmando lo mismo, los lleva a convencerse, a materializar el autoengaño colectivo.
En ese momento, independientemente del resultado externo, de si gana o pierde tal o cual candidato, ya habrá perdido la sociedad. Pues, si bien en cuatro años podría cambiarse de presidente, sería más difícil cambiar las conciencias de quienes se han cerrado a basar sus decisiones en los hechos, en las evidencias del presente, y no en prejuicios. De testigos presenciales mutan a cómplices que manipulan, sombras que ocultan, ruido que acalla, y en perpetuadores del poder que los sujeta. Veinte años de uribismo en el poder dan cuenta de eso.
A algunas personas les podrán parecer pintorescas o graciosas las mentiras y el cinismo de Rodolfo Hernández. Y podrían decir que esa actitud es menos grave que, por ejemplo, el hecho de que Petro haya sido guerrillero, o que Uribe haya sido apoyado por el paramilitarismo, o Samper por el cartel de Cali. Pero no es menos grave; incluso, podría serlo más, por una razón esencial: la coherencia, o lo que implica la falta de aquella.
Intentemos avanzar en esta comprensión con los ejemplos aludidos. Si Petro hizo parte de una organización guerrillera es porque esa organización planteaba una lucha contra la Constitución del Frente Nacional y el Estado de Sitio, con la cual se identificó el otrora joven Petro. Si Samper se oponía a la extradición por sus convicciones políticas, era factible que recibiera apoyo del cartel de Cali en un propósito que era de interés común.
Y si Uribe buscaba la derrota de la guerrilla por cualquier medio, es imaginable que el paramilitarismo estuviera alineado con su proyecto político. En estos casos, podemos disentir y rechazar diametralmente las posturas de sus protagonistas, pero no podemos desconocer la coherencia de sus actos, más allá de lo más o menos cuestionable que puedan resultar, según la perspectiva de distintos actores. En síntesis, ante personas que obran de manera coherente es factible anticipar su línea de conducta, para asumir una postura frente a la misma.
En contraste, en Rodolfo Hernández encontramos a un político que ha hecho de la lucha contra la corrupción casi que su única bandera. Pero cuya causa no tiene coherencia con sus actos en el servicio público. Porque un presupuesto de la lucha contra la corrupción es el respeto a las leyes y normas que constituyen garantía de transparencia en la administración pública.
Por ejemplo, no abusar del poder o autoridad, no descalificar per se al sistema judicial y no incurrir en actos que pongan en duda la honradez y honestidad del gobernante. Y, por supuesto, no violar la Constitución y las leyes que se ha obligado a respetar y hacer cumplir.
La incoherencia provoca que las propuestas sean vacías e inhibe la posibilidad de debatir en torno a las mismas, de asumir una postura realista y constructiva, sea de apoyo o de oposición. Porque bien puede el candidato proponer el mundo ideal, un escenario incuestionable, del que luego sustraerá su responsabilidad frente al compromiso de llevarlo a la práctica, de no rendir cuentas de sus actos. Valga decir, del mismo modo que sucede con quien promete hacer 20.000 viviendas a familias humildes, para obtener el voto de la santísima virgen María y todas las prostitutas que viven en el mismo barrio, como Rodolfo ha afirmado, y al final del día no entregar ni un pesebre para el nacimiento del niño Dios.
En ese contexto, llama la atención que Rodolfo Hernández haya sostenido que "lo único que el candidato no puede cambiar es el discurso". Sus seguidores lo han interpretado como una muestra de integridad y coherencia, pero están equivocados. Porque un discurso que no guarda relación con los hechos posteriores, que no se materializa, es un engaño.
De manera muy distinta a ese inmovilismo del discurso del que habla Rodolfo Hernández, si una apuesta política resultara inviable frente a las circunstancias existentes, sería necesario ajustarla. Quien no cambia su discurso para allanar acuerdos que hagan viable su gobernabilidad, está en uno de estos dos escenarios: o miente o piensa imponerse a la fuerza.
Esto puede comprenderse desde la mirada de Habermas, cuando se refiere a las acciones comunicativas, aquellas en que el interlocutor puede tomar una postura racional para construir acuerdos; en oposición a las acciones estratégicas, en las que no es posible lo anterior, sea porque el interlocutor es engañado o porque no tiene libertad para tomar una posición diferente a la que le impone su contraparte.
Lo anterior se ilustra en conversaciones registradas entre Rodolfo Hernández y sus subalternos en la alcaldía de Bucaramanga, a quienes instó a saltarse las normas, en diversas ocasiones. En un caso llega a amenazar a la funcionaria con echarla del cargo, ante el requerimiento que está persona le hizo por el cumplimiento de las normas y la ley, a lo cual el exalcalde le respondió "me limpio el culo con esa ley".
No hay duda que tales actos prefiguran un detrimento de las libertades y la democracia colombiana, mayor que el de sus antecesores, y mucho más grave que el peligro atribuido al otro candidato en competencia, Gustavo Petro.