El cadáver de José Fernando Jaramillo, un líder social asesinado el pasado viernes 6 de julio, es ahora otro peso en la conciencia de un país que ha aprendido a mirar hacia otra parte cuando la verdad le incomoda.
Han pasado más de veinte meses desde la firma del acuerdo de paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y sin embargo la violencia en el país se ha convertido en una bestia insaciable que solo cambió su menú para contentarnos. Son más de 300 líderes sociales asesinados a ritmo de uno cada dos días desde la oficialización del acuerdo.
Las voces silenciadas de Temístocles Machado, Nicomedes Payán, Nixon Mutis, Yolanda Maturana y de varias decenas de víctimas adicionales le demuestran al mundo que, sin mayor esfuerzo, nuestra indiferencia es cada vez más apabullante.
Las múltiples declaraciones de diferentes organizaciones como las Naciones Unidas o el Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) no han sido suficientes para despertarnos, llegando a ser tan infructuosas como los esfuerzos del Gobierno para detener la masacre que tantas veces hemos tratado de negar.
No son “líos de faldas” o “ajustes de cuentas”, como señaló el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas; son actores armados que portan el miedo y la violencia como sus estandartes, y con estos han sabido concederles a las minorías un silencio imperante con el asesinato de sus portavoces.
Elegimos el olvido selectivo, los nombres arden en la opinión pública un par de semanas y luego se extinguen; los indígenas, los campesinos, los sindicalistas, los maestros o los afrocolombianos marchan una y otra vez en un círculo vicioso, intentando captar la atención de los 46 millones de personas que, irónicamente, ahora están pendientes de los movimientos de su próximo líder y representante ante el resto del mundo. Decidimos que es mejor no mirar atrás si queremos dormir tranquilos.
El apoyo a la restitución de tierras o a la erradicación y sustitución de cultivos ilícitos, la defensa de los derechos humanos, el sindicalismo o la simpatía con movimientos políticos de oposición, cualquiera de estas acciones es suficiente argumento para que, sin mediar palabra alguna, las balas vuelen con dirección a un líder social que segundos después engrosará las cifras de crímenes en el país.
Pero la muerte solo es una parte de todo el fenómeno que involucra amenazas, desplazamientos, secuestros y torturas. O peor aún, la sensación de estar muerto en vida que ahora embarga a muchos de los líderes sometidos a la persecución, a los panfletos debajo de la puerta y al temor por la integridad de sus familiares y amigos. Es el daño a nuestro imaginario colectivo, donde se ha asentado la idea de que las amenazas son una consecuencia natural del ejercicio de la defensa de los derechos humanos o de la oposición política.
A pesar de todo, los colombianos seguimos sonriendo con el estómago tranquilo a la hora del almuerzo, mientras la televisión muestra el asesinato de otro líder social. Quizá dentro de tanta violencia e indiferencia, y después de tanta sangre derramada, una de las pocas cosas reconfortantes para nuestro país es que, a pesar de ser silenciada tantas veces, la cigarra sigue aquí, resucitando.
Aún hay voces que quieren demostrarnos que no todo está tan bien como parece; que es necesario admitir que el paramilitarismo no es un fantasma sino una realidad; que el narcotráfico y su influencia en el campo colombiano no se curarán únicamente con drones y glifosato; que no es normal que en departamentos como el Cauca, Chocó y Putumayo se asesine a quienes pretenden curar las negligencias del estado y mostrarle al resto del mundo nuestros problemas.
Lo necesario será no dejarnos silenciar más. La censura se acaba cuando tomamos acción y le demostramos a quién nos calla que no tenemos miedo, que nuestras convicciones de tener un país mejor son más fuertes que el sonido de sus fusiles, que aquí estamos y si caemos alguien más estará en nuestro lugar, brillando, contándole al resto del mundo la realidad que la política ha intentado minimizar.