El infame asesinato de centenares de líderes sociales es el riesgo más profundo a la posible consolidación democrática del país. La discusión sobre sus causas y efectos, por fin ha entrado de lleno a la conversación pública. Rápidamente, sin embargo, se pasa a la búsqueda del gran culpable, el gran verdugo. Y, ya que no aparece una prueba contundente, se describe lo sucedido en términos de homicidios, de hechos aislados. Se deja de lado que la explicación no está solo en quién es el perpetrador, ni solamente en su motivación, sino en aquella razón que le permite hacerlo, en su justificación. Para la muestra un botón. Luis Carlos Vélez en su entrevista con Ariel Ávila, analista de la Fundación Pares, cae en este error. La entrevista es sintomática no solo de cómo opera el periodismo en Colombia, sino de cómo el análisis puede volverse frágil cuando se presentan cifras y datos inconexos sin un mínimo de contexto histórico, sin ninguna apuesta interpretativa.
Durante casi veinte minutos de preguntas y respuestas, Vélez no puede ocultar su alegría al escuchar a alguien (de centroizquierda) que confirma sus prejuicios y clichés. Al final, el entrevistado cae en la estrategia de este aprendiz de sofista que es Vélez: si a) no hay un único perpetrador y, si b) no todos los líderes asesinados son de izquierda o menos, si no todos son militantes de la Colombia Humana como asegura Gustavo Petro, entonces no hay patrón o sistematicidad. Ya que no hay una única causa y un único culpable, entonces, deducen tanto el entrevistador como el entrevistado, no es posible hablar de proceso de exterminio. Básicamente, se presentan los asesinatos de líderes como una disputa entre grupúsculos ("grupos ilegales emergentes") por dinero y territorios. O en términos del entrevistador: una “melcocha de intereses ilegales” cuya “verdadera motivación” es la “ausencia del Estado”. Que el periodista no lo haga, trabajando en un medio que explícitamente defiende el orden de las cosas, es entendible. Pero ¿cómo entender que tampoco lo haga el analista? Es aquí cuando la mezcla entre analista, periodista y académico debe por lo menos generar una discusión mínima.
Antes de terminar, el entrevistador despide al entrevistado felicitándolo ya “que tiene información, que tiene cifras y que no tiene motivación política para explicarnos este tipo de circunstancias”. La entrevista es presentada posteriormente por una de las entrevistadoras en su cuenta de Twitter como "sin sesgo político". Ahora, ¿es posible no tener sesgo político cuando se habla de la muerte de centenares de personas? El más mínimo acercamiento a la idea de producción de discursos y saberes nos exhorta a convenir que la expresión “no tener sesgo político” (o no tener ideología) conlleva de hecho un sesgo político. Ávila señala en un momento los inconvenientes de “volver esto un problema político o ideológico". Así, el entrevistado construye un cuadro de hechos inconexos, un cúmulo de cifras y datos aislados que nos llevan al más crudo positivismo: al conteo de muertos. Nada de estrategias de interpretación, no se sitúa al fenómeno en la historia que lo ha hecho posible, esto es, la pregunta de por qué sigue siendo vigente el uso del homicidio político como forma de disciplinamiento social. Los datos son mudos si no hay una idea o hipótesis que los ordene. En ausencia de la crítica o la interpretación por parte del analista, emergen entonces estas ideas de no tener ideología o sesgo. O, peor aún, la idea de “narrativas” fabricadas para sacar partido de los hechos.
La existencia o ausencia del Estado no explica de modo convincente o cuando menos suficiente el uso recurrente del homicidio político como recurso para domar a quienes ponen en cuestión la autoridad de quienes detentan el poder legal e ilegal. Y se puede afirmar esto, ya que con la presencia y anuencia del Estado se masacró a todo un partido político, se eliminaron uno a uno los miembros de la Unión Patriótica. Y con la ayuda del ejército, como lo ha constatado la justicia, se perpetraron masacres en varias regiones del país por grupos paramilitares, ante la sospecha de ser auxiliadores de la insurgencia. El paramilitarismo ha sido una de las herramientas, pero también lo ha sido el sicariato, la desaparición forzada, el terrorismo, todas y cada una pensadas para domesticar.
El silencio por miedo o por complacencia ha sido la justificación de quienes hacen uso de este recurso para continuar con su faena. Por eso da igual matar a un ambientalista, a alguien que denuncia la corrupción, a cientos de líderes defensores de derechos humanos, a muchos de la izquierda o a muy pocos de la derecha, pues no hay nadie que ponga en cuestión la legitimidad de hacerlo. Da lo mismo votar por un político rodeado de amigos incursos en investigaciones por promover el paramilitarismo, que votar por uno que no los tiene. Mientras el paramilitarismo no se entienda como una estrategia de dominación, como un proceso que invadió la cultura, y se le presente como un juego de cabos sueltos, estaremos lejos de verlo también como un modo de vida que expropió la atrocidad y la infamia de nuestra experiencia de indignación. Las mentalidades son trazas que nos deja la historia, son aprendizajes que asimilamos como instrumentos para resolver dilemas y conflictos como sociedad. Por eso hemos aprendido que es más importante movilizarse para llenar El Campín para recibir a la selección Colombia, que ir a la Plaza de Bolívar para llorar a nuestros muertos. Lloramos unos muertos y no a otros dependiendo de su razón social.
Si algo tienen de sistemático los hechos es precisamente que el perfil de las víctimas es inequívoco: líderes comunitarios, reclamantes y beneficiarios de la restitución de tierras, resistentes frente a los procesos de extracción económica y conflictos medioambientales. Así como minorías sexuales y étnicas, y reinsertados claro. En suma, quienes han desobedecido el mandato del capital, o los procedimientos estatales injustos. La tendencia también se muestra en la forma del castigo: deben ser disciplinados, desaparecidos, torturados o ajusticiados. Todos los que hacen parte del común, de la comunidad, de lo común —los seres comunes—, quedan en la mira. Caen entonces quienes consideramos como “conflictivos”, como problema, y no como depositarios de nuestra confianza o nuestro apoyo. Es señalar la polarización como el desmedro de la democracia y no como resultado de una democracia intensa —por eso es decisivo evitar que el análisis sea llenado por clichés o prejuicios favorables al orden establecido—. La democracia necesita acción política urgente que resista a estos silenciamientos. Pero también comprensiones renovadas de lo que nos pasa. Comprender mejor lo que nos sucede también hace parte del trabajo del duelo. Y a la inversa, es señalar al asesino de líderes sociales como algo disfuncional, rueda suelta a encauzar y corregir, y no como amenaza a la democracia heterogénea. Por eso nos están matando. Y eso seguirá pasando mientras sigamos llorando la eliminación del Mundial, postergando de nuevo nuestro duelo y mayor aprendizaje pendiente: llorar a nuestros hombres y mujeres comunes. Llorar a nuestros muertos.