Ha hecho carrera concentrarse en la ausencia de liderazgo del presidente Duque para atribuirle el atascamiento que atravesamos. Proceso de paz, desempeño de la economía, entre las perlas claves. Lo agreden, algunos, desde el Centro Democrático, por débil, entregado al castrochavismo y, muchos, por obstaculizar los acuerdos de La Habana. En realidad, los ataques son, más bien, posiciones cómodas que eluden un hecho de bulto: la falta de autoridad de buena parte de los líderes políticos, alineados o no con el gobierno, por un lado, y la debilidad extrema del liderazgo de otras fuentes, sean la empresarial, la sindical o, lo que pudiera llamarse la sociedad civil, por otro.
Ciertamente, el registro de Duque no es, propiamente, el de voz cantante. Lo que está ocurriendo, sin embargo, lo trasciende. Son dos ámbitos básicos: el primero, el del aumento de los homicidios de líderes sociales y desmovilizados sin que ello produzca espanto, indignación y movilización y, segundo, el de la indiferencia, en términos prácticos, frente a la corrupción, una, tan solo una, de cuyas manifestaciones las ha ilustrado Semana alrededor de algunas manzanas podridas en el Ejército. Corrupción que aparece, a diario, por doquier, bajo las siglas Reficar, Odebrecht, Nules, Morenos y que, por supuesto, no tiene color ideológico.
Y, claro, además de atribuirle a Duque más allá de lo que le corresponde, está el comodín de la polarización, real, aunque insuficiente factor explicativo de nuestros líos actuales. Por otra parte, que el presidente hable de los siete enanitos en Paris o que le trasmita saludos del presidente Uribe al rey español ni le quita ni le pone a la complejidad de la situación ni explica la ausencia de autoridad en el liderazgo.
Además de atribuirle a Duque más allá de lo que le corresponde,
está el comodín de la polarización, real,
aunque insuficiente factor explicativo de nuestros líos actuales
No solo estamos viviendo en un país polarizado, en el que la afiliación a determinadas posturas inhibe cambios de opinión o, simplemente, el respeto por otras posiciones y, en general, por las personas que se considera que son diferentes por algún motivo que puede ser religioso, racial, de orientación sexual o, incluso, de afinidad con los riesgos del cambio climático y la necesidad de reducirlos.
No es consuelo, pero la polarización es un rasgo de escala planetaria, acentuado en algunos países de alto ingreso por los efectos de la crisis del 2008 sobre sus clases trabajadoras y que está presente en Europa, en los Estados Unidos, en Asia, especialmente en la forma de xenofobia, aunque asume características, digamos, de corte nacional. En Alemania, por ejemplo, a partidos de extrema derecha les parece necesario, hoy, revisar la historia de la Segunda Guerra, particularmente la narrativa del Holocausto. “No hubo tal cantidad de muertos judíos”, quieren decirnos. Y, en Europa, en los 90, serbios y croatas masacraron población musulmana en Bosnia alentados por rencores centenarios.
Trump le ha metido el cuento a sus millones de seguidores, los llamados cuellos rojos, principalmente antiguos trabajadores de industrias como la siderúrgica y la automotriz, desplazados por la globalización y olvidados, que los mexicanos les quitan los puestos.
En Colombia la situación es absurda, ya que, aparte de la inmigración venezolana, no hay motivos para la xenofobia a nombre de alguna pureza de sangre o de la necesidad de salvaguardar una cultura, incluyendo la de la religión, de cara a la invasión de hordas ajenas.
Lo que parece una locura es que, a ojos racionales, el país aparezca dividido por cuenta del proceso de paz. Más allá, sin embargo, la supuesta defensa de valores familiares, tan resaltados por el hombre que bajó la bandera LGTB izada en Medellín, se alinea al lado de la lucha contra el castrochavismo y la indiferencia frente a la cuota de sangre que están dejando los asesinatos de líderes sociales y personas desmovilizadas en las regiones.
El lío grave en Colombia es la ausencia de indignación de parte de los líderes, políticos y buena parte de los de la llamada sociedad civil, frente a la pérdida de vidas humanas, independiente de su filiación política. El peligro del resurgimiento de los mal llamados falsos positivos, de una gravedad que no se ha comprendido aún, se multiplica porque su práctica no ha sido repudiada con la nitidez y el volumen que merece.
La actitud de banalización de los asesinatos, a diario, de líderes y desmovilizados, incluyendo la nueva teoría según la cual son el resultado de haber dejado de lado las aspersiones de glifosato, solo puede redundar en la pérdida de autoridad.
Y, lo mismo con la corrupción. Lo de Odebrecht fue “transversal”, multipartido. Las revelaciones de Semana, brutales, dignas de la mafia, referidas a hechos que manchan una institución conformada, principalmente, por militares honestos, son desmoralizantes para la sociedad. ¿Consecuencias?
No sabemos que ocurrirá con Santrich, si comparecerá o no, ante la Corte. Si no es así, estaremos ante un caso de corrupción terrible para el proceso de paz. El argumento acá: la ausencia de la indignación, sin condiciones, de los líderes políticos, empresariales, sindicales, estudiantiles, que solo restan autoridad.
Con líderes sin autoridad, es mas fácil caerle a Duque.