Nunca, y menos hoy, históricamente Colombia ha ejercido liderazgo alguno en la geopolítica de América Latina. Ni político, ni económico, ni social, ni cultural, si de esos factores se tratase, clave en el desarrollo de las sociedades que, en su conjunto, afinidades humanas, de territorio, étnicas, lengua y otras, conforman y consolidan a las naciones en su papel aglutinador de un interés común.
Y si otro elemento restara para ponderar este juicio, la misma conformación republicana inaugural de esta parte de América se ha encargado de dispersar cualquier sentimiento de unidad, de mancomunidad de intereses, de unidad geopolítica, que pudieren devenir en liderazgos reales, muy distintos de los caudillismos cerreros emergidos desde los albores de las gestas independentistas lideradas por Simón Bolívar en estos territorios.
De lo demás al respecto, que se encarguen los doctos, historiadores y politólogos especializados de dilucidarlo, pues cuanto de liderazgo en el desenlace de la crisis venezolana tales, o una buena parte de ellos, le atribuyen a Duque, no viene a ser nada distinto que la sesgada lectura e interpretación de un libreto que en mala hora le ha tocado representar a este, por designio de la ficha envenenada con la que Trump puso a jugar en su ruleta imperial a la mayoría de sus homólogos menores de América Latina.
Trump puso a jugar en su ruleta imperial
con la ficha envenenada
a la mayoría de sus homólogos menores de América Latina.
A lo mejor, contrariando la voluntad de Duque y de sus compatriotas colombianos.
Sea cual fuere la razón que llevó al Presidente de Colombia a asumir el liderazgo delegado de levantar la bandera del derrocamiento de un gobierno constitucionalmente elegido, ese papelón desdora del comportamiento que deben observar países, y el nuestro está en esa línea, que proclaman como valor superior una larga tradición democrática y de respeto a la autodeterminación política de las naciones y pueblos del mundo.
Y más penoso aún, tratándose de vecinos históricos con los cuales las fronteras apenas si son convenciones simbólicas que adquieren representación y pertenencia, materialidad, en una palabra, en extensos y bien definidos territorios, identidades e intereses comunes, lengua, economía, cultura, familia, entre tantos puntos convergentes de unidad que dan a nuestra relación con Venezuela una muy particular y definida caracterización no muy común en el concierto global de las relaciones entre países.
De pretender Colombia, o cualquiera de los países involucrados en la trama de Trump un liderazgo regional en el conflicto interno de Venezuela, hay dos vías que pueden posibilitarlo: una que pasa por el respeto a la autonomía de un gobierno elegido conforme los ordenamientos democráticos vigentes universalmente: elecciones libres, existencia y participación de partidos políticos, vigencia de las garantías constitucionales, derecho al voto de todos los ciudadanos mayores de 18 años, entre otros.
Y otra, la que confluye en la mediación amigable y el reconocimiento, para ese superior cometido, del gobierno en ejercicio, elegido y ratificado dentro de aquellos determinantes ordenamientos que, al igual que en Colombia, en el caso de Venezuela nadie podría negar no se hayan dado.
Pero si cuanto prefieren uno y otros es el peonazgo, ¡welcome 5.000 troops to Colombia!
Poeta
@CristoGarciaTap
Donald Trump e Iván Duque durante la visita de esta semana en Washington. Foto: captura de video Instagram/Donald Trump