LIBRO: 'Mi noche en Buenos Aires'

LIBRO: 'Mi noche en Buenos Aires'

El escritor antioqueño comparte con sus lectores su más reciente novela cuyo protagonista, un exseminarista, está condenado al exilio y aislamiento de la misantropía

Por: Juan Mario Sánchez
septiembre 04, 2022
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LIBRO: 'Mi noche en Buenos Aires'

(Primer capítulo)

Flotaba por la Avenida 9 de Julio con un desparpajo alucinado, demente.

Giré a la derecha de espaldas al Obelisco, dirección oriente hacia el Río

de la Plata, para buscar la calle Viamonte. Iba como una sombra de otra

sombra proyectada en el muro del desconcierto, es decir, en el

pentagrama inarmónico de un músico desobediente a su director de

orquesta. Yo era una nota suelta, dando saltos fuera del canon fa-la-domi,

y del mi-sol-si-re-fa. Un be mol disconforme, discontinuo, desafinado,

contrario a la idea de quien diseñó esta loca partitura en clave de sol

negro. Contiguo al Hotel Vía Láctea, donde trabaja mi amigo Eduardo

Salvatierra, había una cabina telefónica, uno de los tantos miles de

locutorios, así los llaman aquí en Buenos Aires. Experimenté un impulso

mórbido de llamarla (tras muchos meses sin saber de ella, hablo de

Beatriz). Marcarle a ese fantasma es como marcarle al demonio para

pedirle un santo y sabio consejo, ja, qué tonterías las que impone el

peso de la ausencia: un arrebato melancólico, sensiblero en medio del

exilio. ¿Me pueden creer, mis muy queridos y amables lectores, si les

digo que terminé enclaustrado en la cabina digitando el número fijo de la

occisa? Ni yo ahora me lo puedo creer, pero lo hice, y así fue: el impulso

mórbido degeneró en acto fallido, y el acto fallido en una maricadita

absurda. Yo creía que había olvidado esa cifra, y por lo visto me

acompañará más allá de las fronteras entre esta y la otra vida. Antes de,

semanas atrás, realicé ejercicios de antinemotecnia. Fue un fracaso, ya

ven, no la olvidé. El indicativo de Colombia, y después 221 66-- y no

pergeño los últimos dígitos para que un lector obseso no le dé por

telefonearle, lo más seguro para concretar una cita con ella, y la verdad

no me parece de buen gusto coadyuvar, alcahuetear la prostitución.

Aunque viéndolo bien, en aras de promover los cachos de un asesino

(que no deben caberle ya en parte alguna de su cabeza), quizás, oigan

bien, lectores morbosos, es muy probable, que en pos de una venganza

revele en algún momento esos dos numeritos. Contestó Beatriz, la que

sembró en mí cruces y calvarios con su INRI y, debajo esa denominación

falsa, porque ni yo mismo sé quién soy, mi nombre en el más

abandonado lote del camposanto. Horas después imaginé la escena: el

timbrazo, las miradas inseguras entre el asesino y ella, la mano

temblona que busca el auricular, el gesto fastidioso del celoso

semoviente que la acompaña, quien después preguntará por inercia

estúpida “¿quién era?” “Aló, aló, aló”. No cabía ninguna duda, aún

respiraba la bandida. Del otro lado, desde la otra esquina del continente,

tronó su voz fría y afectada, un poco cantada y artificial, prostituida.

Necesito ahora mismo recordar con exactitud lo sucedido, pues no debo

permitirme más desafueros como ese: una moción inicial, después el

impulso ciego, mis pasos de autómata hacia el locutorio, el corazón

atropellado, las manos sudorosas, los dedos ansiosos, la oreja

pendiente… y de pronto rompiendo el silencio de la muerte, uniendo dos

abismos irreconciliables, el gañido mimoso, la súplica de un “aló”

extraviado en una estación sin retorno. Enmudecí unos segundos, una

eternidad. Quise gritarle que aún la amaba (lo que quería decir, a ciencia

cierta, que la odiaba), que a pesar de que tenía que vivir lejos de ella,

para no morir, tampoco podía vivir sin ella. Y tenía que sobrevivir

sabiendo que entre los dos se interponía no sólo el destino, sino también

una cadena infinita de cordilleras, desiertos, selvas y praderas. Algo así

como la distancia equivalente que separa las dimensiones

inmensurables de la vida y la muerte.

 

No podía olvidarla, como si un hechizo, una maligna atadura, un

sortilegio me lo impidiera. Todavía palpitaba en mí. Mi sexo la reclamaba,

mis intestinos. Intentaba acercarla, al menos, con las fantasías que

elucubraba mi torva imaginación. Al escuchar su voz lejana los órganos

que intervienen en el mecanismo de la fonación se petrificaron en mis

fauces, ni siquiera alcancé a soltar un gemido animal. Tiré el teléfono y

puse pies en polvorosa. Detrás de mí quedó el eco de un insulto gaucho,

provocado por los dos o tres pesos que omití pagar al encargado del

locutorio: “La puta que te parió”, “la concha de tu madre”, o algo por el

estilo, bonito, eufónico, nuevo para mí, y por la variedad del acento y lo

aflautado de la voz de mi entera satisfacción. Aún flotaba cuando seguí

mi marcha, dirección norte, de prisa, como si anhelara llegar a Colombia

en esa misma dirección. Pero: dirección norte en busca de la Plaza de

San Martín. Pensé un pensamiento insano, iracundo, cuasi vesánico,

definitivamente vesánico: si yo moría, siempre cabe la posibilidad de

morir, yo pudriéndome, aunque ignorante de mi descomposición en un

profundo agujero… mientras ella con vida (me había contestado, lo que

significaba que continuaba arrastrando su puta existencia, existencia

promiscua al ciento por ciento) a sus anchas, palpitando en el sexo con

otro sexo distinto al mío. Ella cohabitando con… y yo en la nada. Si bien

yo estaría en el otro mundo, o en ningún mundo, sin saber que estaba en

otro mundo, aun así, cualquier vestigio de mi energía en el universo

sentiría rabia.

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