Me pregunto si, cuando termine la pandemia, alguno de nuestros gobernantes pedirá perdón, públicamente, a los profesionales de la salud por el maltrato recibido. Me refiero a un acto de divulgación masiva ante el cual todos los ciudadanos tengamos que agachar la cabeza con vergüenza.
Quizá algunos aún se pregunten por qué. Bueno. Cuando todo comenzó, muchos de estos servidores sufrieron agresiones y amenazas de todo tipo, de pacientes, familiares, de vecinos solo por compartir el mismo barrio o edificio y “representar una amenaza” ―es increíble cuán delgada puede ser la línea entre estupidez y salvajismo, sobre todo en nuestra tierra―.
Pero la mayoría ha seguido en la primera línea de la batalla; muchos a pesar de las demoras del sistema en el pago de sus salarios y la precariedad logística en las zonas donde trabajan. Sin mencionar el hecho de que hubo ―y todavía― un montón de médicos y enfermeras disponibles, buscando trabajo sin éxito, a pesar de que, era evidente, se les necesitaba ―y todavía―.
Y muchos han muerto en el camino... no sobra repetirlo.
Ahora, cientos de profesionales vacunando en todo el territorio colombiano están enfrentando otros problemas: desde los administrativos porque los insumos llegan o no, porque no “dan las cuentas” con el papeleo ―no olvidemos las vergonzosas esperas, al principio, cuando se podía empezar a inocular, pero había que esperar al bufón oportunista de turno para la foto―; las largas filas y las pocas manos, los momentos de tensión ante alguien que protesta por la espera, el formato de consentimiento u otra razón; la escasez de elementos de protección imprescindibles, con sus diversas implicaciones además del contagio; el cansancio, los turnos que se hacen aún más largos de lo que son; la ingratitud, en fin.
Seguramente me he quedado corto. Disculpas, por favor, por eso.