Una vez, cuando se cansó de Montreal, se fue para la isla de Hydra en Grecia, con 700 dólares compró una casa blanca, de piedra, que no tenía energía eléctrica ni alcantarillado pero una terraza enorme desde donde se podía contemplar toda la belleza del Egeo. Y conoció a la esposa de un escritor que tenía un hijo, Marianne, y cuando el hombre la abandonó formaron una de esas relaciones idílicas entre creador y musa y se pasaba las tardes enteras chamuscándose al sol perfeccionando su extraña novela The favourite game e intentando vivir de la escritura. Pero nada resultaba, dejó a Marianne y a su pequeño hijo, se fue para Cuba, a vivir de primera mano la euforia de la revolución victoriosa, el fulgor antes de la náusea. Luego nunca volvió a Grecia, regresó a Montreal y desde ahí a Nueva York y luego todos los poemas escritos en su habitación cochambrosa en el Chelsea Hotel y los polvos con Janis Joplin, con Nico y las borracheras con todos esos poetas piojosos y cuando se dio cuenta Suzanne y, So Long Marianne, lo transformaron en un cantante pop y poco le importó porque se hizo popular y tal como lo dijo alguna vez entre el calor del vino “No me interesa la academia, yo quiero el público” y quedó pobre a los sesenta y volvió a llenar estadios a los 70 y se murió a los 82 de eso tan absurdo de caerse de la cama en medio de un sueño.
Y nos quedaron sus visiones del infierno y nada como este poema convertido en canción titulado The Future y su certera epifanía de lo que iban a ser los días del apocalipsis: