Sobrevivió a la furia de un huracán bíblico cuando apenas era un niño. Desde lo alto de un árbol vio cómo las vacas se licuaban en un remolino de árboles, caballos, serpientes y casas enteras. Fue herido en una pierna mientras intentaba registrar en imágenes la embriaguez colectiva de la violencia política. Nació cuando su madre cabalgaba un caballo y por mucho tiempo estuvo convencido de que lo había parido una yegua. Vivió entre los muertos por unos instantes y resucitó para ser el corresponsal gráfico más importante del siglo XX. Recorrió el mundo a pie y fue amigo de pintores, actrices, cantantes, bailarinas, campesinos, trompetistas, políticos, escritores, directores de cine, poetas y mujeres bellas que quedaron cautivadas para siempre con su verbo florido y su talento descomunal. Tuvo catorce esposas, vivió como le vino en gana, cruzó el Atlántico para hablarle de amor a una mujer, lo sorprendió una tempestad apocalíptica en El Salvador el mismo día en que se proyectaba la película Lo que el viento se llevó, registró el conflicto árabe-israelí donde fue herido en una pierna y amaneció en un pabellón de quemados en Tel Aviv.
Bebió whisky en un cabaret de Beirut con la voz arenosa de Edith Piaf para exorcizar sus propios demonios interiores, presenció la caída de la dictadura militar venezolana, perdió un ojo en un asalto callejero, construyó con su talento el fresco social de su época a través de su arte sensible y entró a la historia como uno de los diez fotógrafos más importantes del mundo. Fue un hombre vital y aventurero como Hemingway, hermoso como James Dean y sabio como los antiguos aztecas. Murió en un hospital en 1998 y ese día comenzó a crecer el mito de un hombre al que solo le faltó realizar el daguerrotipo de Dios. Se trata de Leo Matiz, el fundador. El primero de una raza de reporteros gráficos latinoamericanos que introdujo en su arte la espontaneidad y el relato visual como una prolongación de la memoria.
Su universo estético es una transposición poética de la realidad, una adivinanza del mundo, como decía Gabriel García Márquez que debe ser toda novela. Y nada más parecido a una novela que las fotografías de Leo Matiz. Pero no una novela regionalista, al estilo de las que se escribieron en Hispanoamérica a finales del siglo XIX. Sino como las de García Márquez, donde lo mítico es presentado en su exacta dimensión humana. Y esto es posible porque Leo hace de su registro visual un movimiento narrativo donde lo trágico convive con la esperanza. Como esa casa vieja a punto de caerse y en cuya ventana de palo una niña sentada luce un inconfundible resplandor de inocencia.
La sustancia de la que se nutre Leo Matiz para la elaboración de su arte supremo es la misma que alimentó las grandes ficciones de García Márquez: su pueblo Aracataca. De ahí que las similitudes entre Cien Años de Soledad y buena parte de la obra fotográfica de Leo Matiz sean fáciles de identificar. La exposición “Mirando el infinito” que hace poco estuvo en el Museo Nacional da cuenta de esto que digo. Novelistas de lo visual, como Leo Matiz, deberían formar parte de la historia de la literatura.
Crédito foto: www.leomatiz.org